CUENTO Sombras del tiempo, por Nadia Contreras


Sombra, trémula sombra de las voces
Octavio Paz

Para Julio Pérez Rodríguez

Las luces, temblorosas y moribundas, parpadeaban a lo largo del pasillo como si el tiempo mismo las hubiese abandonado. Una pregunta parecía flotar en el aire: ¿cuántos instantes transcurren en estos lugares, donde las horas se estiran como ecos? Aurelia, con los hombros doblados por el peso de secretos no compartidos y amores rotos a lo largo de generaciones, entró dejando una discordancia mínima de la puerta al cerrarse. Un “buenas tardes” que apenas era un murmullo acompañó las miradas.

Dentro, el aire tenía el aroma de ciruelas maduras, que impregnaba cada rincón con una fragancia que se aferraba a la piel, enraizada en un pasado que se negaba a desmoronarse. Recordaba a su madre en la cocina, preparando ese postre con una melancolía  abrumadora, como si cada ciruela fuera una despedida silenciosa. Y así fue: un día se marchó, sin explicaciones, sin promesas, apartando la mirada de lo que sabía que ocurría en la habitación de la niña.

Las luces parpadeantes apenas conseguían romper la penumbra del corredor, donde las sombras, aún con el sol de la media tarde, allá afuera, se deslizaban alargadas como dedos espectrales, tocando una melodía inaudible. “¿Qué es la penumbra sino la prueba de que incluso la luz puede traicionarnos?”, sentenció Aurelia mientras desinfectaba sus manos con gel.

La segunda puerta resonó dando acceso a las escaleras del segundo piso, donde los pacientes semivalentes se refugiaban en la rutina que marcaba sus días finales. Cada habitación era un pequeño mundo, una isla flotante en el último suspiro de la existencia. Detrás de la primera puerta, una mujer susurraba historias con un ritmo quebrado; en la siguiente, una anciana acariciaba muñecas de trapo, confiándoles secretos que sólo los fantasmas podían escuchar. 

Aurelia aceleró el paso, evitando mirar esos rostros que evocaban historias que ya no podían recuperarse. Finalmente, llegó al umbral que más temía. Don Valerio, su padre, un virtuoso violinista en otro tiempo, ahora encorvado en un viejo sillón vienés, se desvanecía en la penumbra. Los años le habían arrebatado todo lo que una vez fue, como un maestro que arranca las cuerdas de un violín hasta sumirlo en un silencio absoluto. La luz titilante del televisor proyectaba destellos irregulares, un metrónomo roto que se reflejaba en las paredes vacías. 

—Padre, ¿cómo estás? —musitó Aurelia, avanzando con cautela. 

Él no respondió; su mirada permanecía fija. En el rincón, la sombra se anidaba, silenciosa y hambrienta, con una densidad casi palpable. Aurelia, absorta en sus pensamientos, no la notó al principio. Sin embargo, el frío la rodeó: una brisa helada recorrió su espalda, haciendo que su piel se erizara como si algo sombrío surgiera desde lo más profundo del alma. El olor a ciruelas maduras se intensificó, enredando sus pensamientos, mientras su padre balbuceaba. “El amor nos une… para siempre”, murmuró con una voz que no parecía suya. La penumbra se cernía sobre él como un amante celoso reclamando su última danza. 

Ese abrazo lo conocía demasiado bien: le traía a la memoria el contacto repulsivo del hombre que había ostentado el nombre de “padre” hasta ese preciso momento, el amargo sabor de su boca, la invasión brutal que había destrozado su infancia. —Padre, no te acerques —imploró sin saber por qué, justo cuando por fin se cerraba aquel ciclo de horror. El padre, con pasos inseguros y manos temblorosas, avanzaba hacia el centro de la penumbra que lo devoraba como un abismo sin fin.

Aurelia, empujada por la necesidad de huir, avanza rápidamente por el pasillo. Al alcanzar la salida, respira con dificultad y se gira, mirando atrás por última vez. Aunque las sombras intentan desvanecerse, siguen flotando en el aire, imperturbables. Mientras recorre las calles, todavía siente la voz de su padre llamándola con un amor herido y descompuesto. “La libertad”, se repite en voz baja, “tiene muchos rostros”. Al fin y al cabo, ¿no es el tiempo tan solo la sombra constante de nuestros miedos, que nos persigue hasta el final? El asilo, igual que el pasado, se desvanece como si nunca hubiera existido.

Fotografía de Pexels.

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