Decir un nombre con todo el silencio de la noche


Llevo ciertos objetos en mi bolso o en mi mochila. Nunca los he considerado símbolos de protección, buena suerte, conexión religiosa. Tampoco como medios para resguardarme de las energías negativas, atraer la buena fortuna o recordar y celebrar la vida de quienes amamos y nos han dejado antes en el camino por la existencia. Los considero simples accesorios. Llevo, por ejemplo, desde hace algunos años, una pelota pequeña que me ayuda a controlar mi nivel de ansiedad y que, aunque no la tenga en mis manos, con el sólo hecho de saber que está ahí, me hace sentir tranquila. Los audífonos han tomado un lugar importante. Los ritmos, las armonías, las voces, la instrumentación me devuelven al ajetreo diario con la alegría necesaria. Y, por supuesto, un libro, un cuaderno de notas (que uso sólo cuando se le acaba la pila al celular) y el Kindle. No sé qué haría sin ese aparato que me abre ventanas día a día. Más allá de cualquier debate entre el libro físico y electrónico, son una maravilla. Hoy, me puse en contacto con un par de librerías locales para buscar libros de Paul Auster. Sólo tienen disponibles dos que ya he leído con anterioridad: La invención de la soledad y El libro de las ilusiones. Paul Auster, además de ser conocido por sus novelas, también escribió poesía. Aunque Booket publicó su obra completa, actualmente tampoco se encuentra en la ciudad. Por suerte, una gran parte de sus publicaciones están disponibles en formato electrónico, y he adquirido varios títulos a muy buen precio. 

Hay en mi oficina, que es la misma de la editorial y la misma donde las gatas duermen la siesta, varios objetos que me ayudan a mantener un ambiente inspirador. Lámparas de todos los tamaños, figuras de gatos, plantas pequeñas, velas, tazas y un pollito (de nombre Pechuga, regalo de mi amiga Itzel Guevara del Ángel) y libros, muchos, en estantes desvencijados, en cajas, apilados junto a las paredes. Hace bastantes años tenía una foto que también era parte de este escenario. La encontré en un libro que obtuve de segunda mano en la ciudad de México. La foto estaba justo en el medio y había una leyenda en la parte de atrás: “Con amor”. No recuerdo el momento exacto en que desapareció, probablemente se perdió durante una de las muchas mudanzas. Bien podríamos reflexionar sobre la impermanencia de todas las cosas y la inevitabilidad del olvido, “…ese olvido sin edad ni fondo”, en palabras de Octavio Paz.

En la fotografía, la mujer miraba de frente a la cámara; al fondo, se entrelazaba la tranquilidad del paisaje marino. Si la efigie en blanco y negro cobrara vida, las olas acariciarían suavemente sus pies mientras rompen en la orilla. Observemos: el viento acaricia su rostro, llevando consigo el aroma salado del mar y la sensación de libertad que el horizonte ofrece. En ese instante capturado por la lente, la mujer, acaso de unos veintitantos años, delgada como la pasión misma, deja entrever una sonrisa plena. 

Siempre tuve la idea de que el mar y la mujer podían ser uno sólo, compartiendo un vínculo etéreo más allá de un par de gaviotas asomando detrás de su hombro izquierdo; más allá de cualquier distracción. La imagen, que evitaba llevar conmigo por miedo a estropearla o que se oscureciera irremediablemente, me inspiraba intensamente en esos momentos de sequía creativa. Por ejemplo, llegué a pensar que la mirada anticipaba la ruptura amorosa; ese episodio, que sucedería días después, se erguía como un hito imponente. Pensaba en un invierno de despedidas, de palabras suspendidas en el aire, canciones que traían ecos de una historia que no tenía cabida en su presente. La frase escrita constituía, entonces, un adiós definitivo. 

La historia fabricada, claro, hablaba más de mí que del retrato que mantenía, pese a la oscuridad de mis pensamientos, una tranquilidad inusitada. Me desmoronaba. Para entonces, vivía la impermanencia del amor. En definitiva, aunque el amor pueda parecer eterno en su apogeo, la realidad nos recuerda que todo lo que surge también puede desaparecer. ¡Qué difícil es enfrentar la paradoja del apego y la liberación! Nos apegamos a la persona que amamos y concebimos la relación como un camino hacia la felicidad y la plenitud. Se acababa mi relación con el primer marido. 

La fotografía, en este ejercicio de la memoria, se ha vuelto palpable como los objetos que llevo conmigo. Quizá sea el instante adecuado para pensar en darle un nombre. Sabemos que nombrar se erige como un ritual, incluso sagrado para muchas culturas y religiones, de atribución de sentido y símbolo. ¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!, escribe Juan Ramón Jiménez, con la intención de develar la esencia de las cosas, no olvidemos el enfoque ontológico que tiene su poesía. ¿Qué nombre podría otorgarle a la mujer de la fotografía? Sugieran. Luego, decirlo, sí ¡decirlo!, con todo el silencio de la noche, parafraseando al poeta Jaime Sabines.

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