Viajar para mirarse en un espejo bastante limpio


Hicimos un viaje largo en auto. Tuve algunos problemas para ajustar mis horarios en la oficina con esos días de vacaciones, por cierto, programados desde hace más de seis meses. No quiero ir, le dije a Margo, sólo a ella porque decirlo a la familia o, a otra persona, corría el riesgo de que llegara a oídos de Gabriel. No quería desilusionarlo. Para él, los viajes están en la cúspide de sus pasiones, lo mismo que los perfumes, el café, la música, la pizza. Llegar al hotel y, como primer momento, hacer el amor. 

Me obligué a mantener sin datos el celular y a evitar cualquier curiosidad que me llevara a activarlos. Aunque los lentes corrigen una parte, no tengo una vista de largo alcance, a unos pocos metros veo borroso y el celular, no como pantalla para juegos o series o videos, me sirve como una especie de lupa. Me acerco sin problema al mundo no sólo visual, sino al mundo de las palabras en donde me siento cómoda. Sobre el diálogo, prefiero la escritura.

Creí que sería imposible desconectarme, dejarlo todo a un lado y emprender como emprenden los verdaderos viajeros. Margo sabe que desde hace muchos años el trabajo es, de una u otra manera, lo que me permite tener los pies sobre la tierra, ajena a eso que podría llamar congoja, vacío. Sí, vacío. Conforme pasaron los días logré sostenerme en el umbral de la tranquilidad y la alegría. Los últimos meses han sido catastróficos para mi yo interno. El pasado no deja de suministrar su veneno. 

Aunque se haya transitado un montón de veces por el mismo sitio, los viajes permiten ver cosas nunca vistas, permiten vernos a nosotros mismos como en un espejo bastante limpio. No recuerdo cómo me sentía la última vez que recorrí estos caminos, pero esta vez, me costaba mantenerme atenta al paisaje. Tomé algunas fotos, porque como digo, prefiero volver a esas imágenes cuando existe sincronía entre el cuerpo y el alma. Sólo así cae al suelo el lienzo gris que coloco sobre las cosas, sobre los rostros, sobre las palabras y es como mirar con ojos nuevos los fragmentos que se van alojando en el fondo de la memoria y entretejen otra narración. Hoy, que termino por escribir este texto, en cambio, me siento alegre. Tal vez, pasados unos minutos, horas, o quizá días, volveré a mi estado caótico. Elevarse un poco y pretender tocar el cielo, tiene su riesgo.

Mientras conducía, ya cerca de la frontera, Gabriel se tomó un descanso. Me aferré a mantener el pensamiento fijo al frente donde la vida y el tiempo suceden tras el vidrio, y la fuerza (la fuerza que suelo no poseer) aferrada al volante. La velocidad me arrojaba a un paisaje cada vez más nítido y disfrute, debo decirlo, la música, las historias que él narraba mientras el sol caía y las luces de los faros se encendía y abrían espacio a lo que se descubre detrás de las sombras. Por un momento alcancé ese cielo, no obstante, sin saber cuándo ocurre, todo cae. Lo anterior lo tomo de un poema de Roberto Juarroz, aunque en los versos, el autor hace notar cierto control en la caída; control que le da cierta pausa para ver la escena completa: “Hay que caer y no se puede elegir dónde. / Pero hay cierta forma del viento en los cabellos, / cierta pausa del golpe, / cierta esquina del brazo / que podemos torcer mientras caemos”.

Ocupé nuevamente el asiento del copiloto. Íbamos atravesando las sombras. Algo me descolocó. Dejé de escuchar. La mejor manera de explicar lo que con frecuencia me sucede es refiriéndome a la persona que pretende oír cuando está sumergida bajo el agua. De esta manera me llegan las palabras. Me esforcé en seguir el diálogo y creo que lo conseguí. Hay, sin embargo, un movimiento involuntario que hago, supongo, en este tipo de momentos que, como digo, me descolocan. Sacudo muy lento la cabeza para que nadie lo note aunque creo que es por todos bien sabido. 

Siempre he considerado que hay algo ahí, justo en el cuadrante izquierdo, atrás de la oreja. Las tomografías no revelan nada pero lo siento ahí, como una parte vibrante o entumecida. Sacudo la cabeza para asustarlo, pero no se va. Eleonora cree que tengo un trastorno obsesivo compulsivo (TOC), en el cual las personas tienen pensamientos, sentimientos, ideas, sensaciones (obsesiones) y comportamientos repetitivos e indeseables que los impulsan a hacer algo una y otra vez (compulsiones). En mi caso, sacudo la cabeza, aunque no sé si a nivel de TOC o un TIC. Me concentro en el camino, respiro, me esperan días de compras y largas filas; días de caminar por plazas que por primera vez conoceré; me esperan días de caminar por los pasillos de esas librerías que me fascinan tanto. Canalicé ese comportamiento hacia otro margen del cuerpo como suelo hacerlo día a día, cada vez más.

Dejamos los caminos largos. Estoy en casa. Me siento bien. He traído regalos a Elisa, a Eleonora, a Margo. A Gabriel, sin que se diera cuenta, le compré algunos de sus perfumes favoritos. 

Imagen de Pexels.

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