Breves secretos sobre mis pies y otras cosas de la infancia torcida

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No me percaté inmediatamente de que no llevaba zapatos; lo supe cuando tuve que frenar de golpe lo que provocó que mi pie resbalara y quedara prensado entre el acelerador y el freno. Fue ahí cuando vi mis pies desnudos y fracción de segundos después, estaba sentada en la orilla de la cama. Iba rumbo al trabajo, seguía repitiendo. Y ¿si me sucediera esto un día cualquiera? ¿qué rostros esperar, qué risas y burlas de mis compañeros, de mis alumnos? 

De la pesadilla tiene la culpa mi madre. El diez de mayo fuimos a comer y de ahí nos dirigimos a la zapatería. El regalo te costará, dijo, y así fue. Salió de la tienda con varias cajas pero también con bastante júbilo por lo adquirido. Mientras aguardábamos me sugirió escoger algo para mí: "¡Llévate esos huaraches, mira, están preciosos!", claro que abrí demasiado los ojos. ¡Cuándo me has visto usar huarache?, dije, con cierta firmeza en la voz. Es por lo de las uñas. Sí, madre, por lo de las uñas. Y de lo frío, volvió a insistir, ya no te enfermas. ¿O sí? No, madre, no me enfermo. 

Claro que su sugerencia, para nada mal intencionada, desencadenó una serie de conflictos de carácter casi existencial. El primero de estos se relaciona con la carencia de unos pies perfectos como tantas mujeres los tienen y como los vemos en el cine, en las telenovelas y, claro, en la literatura. Pienso, por ejemplo, en el capítulo 28 de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha. En él, Cervantes describe los pies de un mozo que resultará ser una mujer, una vez que, luego de lavarse en el río, hecha al aire su cabellera: "Y ellos llegaron con tanto silencio que dél no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño".

Vicente Muñoz Puelles en el libro La curvatura del empeine, también hace una descripción que comienza en los pies y se eleva eróticamente hacia las piernas: "Cuando uno es muy pequeño y se asusta y gatea hacia su madre a la mayor velocidad posible, ¿acaso no son el zapato y la parte inferior de la pierna lo primero que puede tocar y asir para sentirse seguro? ¿Es esa necesidad de aferrarme a algo firme, aunque movedizo, lo que ha hecho que la mayor parte de mi vida haya discurrido bajo el doble signo del tacón alto y de la curvatura del empeine? [...] Creció mi audacia, y alguna me permitió incluso descalzarla bajo la mesa, y extraer del botín un pie tibio y levemente hinchado, ceñido bajo la lengüeta de cuero negro y enfundado en una media de seda".

Ejemplos hay muchos pero estos dos me vienen a la memoria de manera automática y como verán, hacen más difícil la tranquilidad y la reconciliación. Nací con piernas de trapo. No caminé hasta los tres o cuatro años. No caminaba y no comía. Esto es lo que cuentan mis padres adoptivos. El hecho de no caminar me heredó demasiada fragilidad. Imposible caminar con tacones por más bajos que sean. Y otra cosa, caminar descalza me llevaba directamente al hospital. Tal vez por ello, desde niña siempre usé zapato, nunca sandalia, nunca huarache. Mis pies crecieron pero de manera desproporcionada. Los dedos no están alineados, las uñas están chuecas y para colmo, en el pie derecho, conservo una cicatriz a manera de pulsera, que hasta el día de hoy, no sabemos a qué se debe. 

Hay en mi registro clínico las entradas y salidas al hospital por cuestiones de infección en la garganta y en cualquier otra parte del cuerpo que se apuntara, porque si era la garganta, eran los pulmones y si eran los pulmones, era también el ritmo cardiaco y si era el ritmo cardiaco, era la circulación, etc. No debes caminar descalza me dijeron, entre otras tantas recomendaciones, y fue una regla que seguí al pie de la letra hasta que tuve la edad de veinticuatro años. A esa edad dije basta y me solté caminando por toda la casa. No saben lo afortunada que fui cuando sentí el piso frío bajo mis plantas por primera vez desnudas. No sólo un minuto como suele suceder cuando una se cambia de calzado. A partir de ese días las cosas serían diferentes; si iba al mar, por ejemplo, iba a disfrutar la arena húmeda sin pastillas, sin hospitales, sin cuentas que pagar. En mis pies coloqué la gran tarea de reconstruirme sin más artificios, sin más químicos, sin más pretextos. 

Claro que sigo usando zapatos y el tema de los pies, como el de la espalda, el del cuello, la miopía... son temas que me doblegan. Definitivamente el pasado, esa historia antes de que fuera Nadia y no Lourdes, es un lastre no deseado o una extensión de la sombra. Mi madre, con su pregunta provocó este sentimiento y tal vez parte del sueño que relaté al inicio del texto. No odio lo que fui en el pasado o por qué me correspondió ese fragmento de infancia rebuscada, deteriorada, irreparable. Simple y sencillamente son estertores que se dispersan por debajo de la superficie. No, no compré nada. Quise un bolso o una cartera pero los precios eran excesivos. Además, tengo lo necesario; lo demás, en palabras de mi padre, es gula. 

Aviento una vez más los zapatos. El piso no está fresco porque en los últimos días ha arreciado el calor, sin embargo, es la sensación de lo que se percibe: el polvo, las pequeñas piedras que llevan y trae mis gatas, la humedad de la regadera. El cansancio se dispersa, el yugo del día bajo este juego de sensaciones y texturas. Avanzo hacia el umbral de una nueva encrucijada. 

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