Los hombres corruptos babean y, ante el asombro de las cosas, no levantan las cejas ni acercan los ojos. Han olvidado lo que es tirarse sobre la arena de la playa de cara al cielo. Para los hombres corruptos son insuficientes las pastillas, los energéticos, la felicidad, ese tren de viajes muy largos. No caminan. Se desplazan como los animales rastreros. Ellos se miran portando trajes finos, conduciendo camionetas de lujo, pero su realidad es otra: respiran y tragan su propia podredumbre. Estos hombres, los corruptos, no tienen voluntad de morirse.
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Algo se aleja o nos aleja del cuerpo. Lo que no marcha bien, lo que cae de pronto, habitaciones vistas a través de telarañas. Es así la locura, una mancha horrible a un costado del cerebro o cubriéndolo totalmente. Una transformación que desabotona la cordura y arroja la cabeza y el cuerpo a noches susurrantes. Aún con el influjo de la droga, la locura de pasillos giratorios, puertas hacia días cada vez más oscuros. Otra forma de locura: sonreír cuando se ha cerrado con llave la puerta. En la locura, se cumple la hora faltante o la hora excesiva. Calles, avenidas, plazas, jardines, bajo espectáculos sangrientos. ¿Qué nos pertenece? Ellos, los que nadie atrapa, reflejarán sus gruesas máscaras en los espejos y nos despojarán de todo, incluso de la locura. La locura como una mancha terrible a un costado del cerebro o cubriéndolo totalmente. Y ésta, la del mundo, agigantada, brecha llena de serpientes.
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Hay quien se ajusta a su máscara y va por el mundo alegre y festivo. Yo soy de estas personas. La máscara me hace sentir cómoda y orgullosa cuando por error o vanidad, me miro en los espejos. El paso de los años la ha modificado, su apariencia; el color, los gestos no son los mismos. De esto, me doy cuenta por los viajes. En estos últimos meses he viajado a muchas partes, he conocido y hablado con muchas personas, he reído y en algún momento, llorado. Por supuesto, esta máscara va conmigo. Me da seguridad, firmeza aún en los momentos más imprecisos. La máscara también disimula la desviación de mi ojo izquierdo y por ello, su dificultad para mirar en la distancia. Hablo de los libros que publico a veces y cómo estos, buenos o malos, se han multiplicado. Me acerco, a veces demasiado a las personas, porque creo que lo escrito en las páginas de los libros puede parecerse a su vida: días, meses, años punzantes o dichosos en igual, menor o mayor proporción. Ésta que porto es una buena máscara. No es burda ni horripilante como aquellas que se usan para robar, engañar, asesinar. Miren el resplandor de la sonrisa.
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Madre (fui alguna vez tu bebé recién nacido), no soy capaz de mirar y quedarme callada; tarde o temprano escribo sobre este país de justicia ausente. Tarde o temprano, la fuerza inquietante y misteriosa me lleva a la pantalla donde las letras forman palabras y éstas, ventanas que me permiten tocar lo desarreglado, lo amorfo. Hay hombres y mujeres que impiden la aventura, la felicidad. No es casualidad que el mundo sea ahora tan frágil y los espíritus libres se inclinen más hacia la tristeza. De esto escribo, madre, porque además de la voz como una mañana de amplios jardines, me heredaste la idea: volcán que nunca se apaga.
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