La mirada áspera o de cómo se pierde la luz frente al vuelo de las aves



A Beatriz, por su valentía.   

Los ángeles volaban sobre su cabeza cuando me dijo que el aire conducía a las aves al resplandor. 

Son espadas y se funden, dije. 

La tarde era un incendio dentro del agua y yo lo deseaba porque era perfecto. 
Tenía la forma de mis manos, de mi cuerpo, de mi herida. 

El amor cambiará mi destino, murmuré. 

Pero en la cima no hay éxtasis. El amor permanecerá, sostuvo, 
en las palabras desarticuladas, envueltas en flores marchitas. 

Creía en el amor, 
su llama enmohecida, 
su destello impostor. 

La contusión secreta, la peste o la locura 
ascendieron por la espalda, por la nuca. 

Sí, ese juego hiriente, 
veinte, treinta años después, 
como si nunca se hubiese ido. 


***


¿A dónde irán sus alas, los colores como un lienzo donde el horizonte se filtra? 
¿A dónde, su canto? 

Me arrancaste las manos, las piernas, la boca, los labios, el deseo crepuscular. 

Creía en la unidad de los cuerpos, en la exhalación máxima 
cuando los hijos se engendran. 

Alguna vez hablamos de eso. 

Yo lo recuerdo así: 
dibujabas el cielo y las estrellas 
se perdían entre las sombras. 
No era necesariamente una conversación, 
pero hablábamos como si se develaran las palabras. 

Basta ¡el próximo golpe será donde nadie pueda verlo! 
¡O quizá tu cuerpo dentro de una caja! 

En vano el aire para remontar la respiración 
y la conciencia del espejo hendido.

Estaré muerta cuando abra los ojos, pensé. 

Se detiene el tiempo. 
Se detiene. 
Estuve en la cima de la nada.


***

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