
El
desierto no es solo un paisaje; es memoria, tiempo, silencio y límites del ser.
¿Alguna vez han sentido cómo el viento quema la piel mientras parece acariciar
el pensamiento? Para estas poetas del norte de México —Claudia Berrueto, María
Luisa Iglesias, Aurora Hernández, Mercedes Luna Fuentes, Claudia Luna Fuentes,
Esther M. García, Ivonne G. Ledezma, Carmen Ávila, Dana Gelinas, Nancy
Cárdenas, Magdalena Mondragón, Jeannette L. Clariond, Marianne Toussaint,
Enriqueta Ochoa y Rosa María Hernández Ochoa— (el orden de presentación no sigue la cronología de nacimiento o trayectoria, sino mis lecturas y preferencias; más adelante podría ubicarlas según su contexto y trayectoria poética en el norte), el desierto es mucho más: un espacio donde la
soledad se vuelve espejo y la aridez, metáfora de nuestra fragilidad y fuerza.
Estas mujeres escriben desde esa claridad abrasadora, transformando la aridez
en metáfora vital, espejo de deseos, miedos y certezas humanas.
En
“Las vírgenes terrestres” y” Bajo el oro pequeño de los trigos”, el desierto se
vuelve cuerpo y territorio de resistencia; cada colina, cada puerta y cada
piedra parecen absorber y reflejar el dolor, la lucha y la memoria,
convirtiéndose en testigos silenciosos de lo invisible. La poesía ilumina lo que
a menudo permanece oculto y denuncia injusticias, transformando lo personal en
universal. Enriqueta Ochoa proyecta luz, erotismo y memoria en su obra, como un
sol que atraviesa la aridez y fecunda el terreno seco del alma. Rosa María
Hernández Ochoa, en Hilvanar el agua, integra ciencia y poesía: la
memoria, la naturaleza y los vínculos familiares se convierten en metáforas
líquidas que transforman el tiempo y fluyen sobre la arena, recordándonos que
incluso en la aridez del desierto la vida y la emoción encuentran caminos para
moverse y renovarse. Cada verso hilvana recuerdos y emociones, articulando lo
cotidiano, lo onírico y lo científico, como corrientes de agua que trazan
surcos en la vasta extensión del desierto humano.
La
torre y el pájaro atrapado simbolizan el deseo humano de trascender mientras se
enfrenta a restricciones físicas y emocionales, generando un diálogo entre lo
individual y lo colectivo, igual que un oasis que se revela en medio de la
aridez. Marianne Toussaint, en La torre del pájaro, plantea la tensión
entre libertad y limitación, memoria y olvido, cuerpo y ciudad, recordándonos
que el desierto no solo es vacío, sino espacio de posibilidad, de búsqueda y de
reflexión. Jeannette L. Clariond, en “Mina 1004” y “Fría llama”, articula memoria
íntima y colectiva: dolor familiar, pérdida y memoria histórica. Su poesía hace
tangible la arena bajo los pies y nos recuerda que la intimidad puede ser
también un desierto compartido, donde memoria y emoción construyen vínculos y
resistencia, y donde la aridez del entorno refleja y moldea la fuerza interior
de quienes lo habitan.
¿No
les parece fascinante cómo la poesía y la ciencia pueden dialogar en un mismo
verso? Claudia Berrueto nos invita a mirar la muerte de frente, no con miedo,
sino con aceptación. En “Deseo” escribe: “en el desierto he de morir / esos dos
caballos me dicen que es natural morir”. La métrica irregular y cortada refleja
la fragmentación del tiempo, como si los estratos de la geología hablaran por
sí mismos, sedimentando y erosionando nuestra percepción. Pero no nos
detengamos ahí… porque otro encuentro sorprendente sucede entre la arena y el
agua. Observemos: ambas se convierten en archivadores de historias de eras
pasadas, donde la materia misma se transforma en memoria viva. Dana Gelinas, en
“La Poza de la Becerra”, convierte el desierto en un archivo
geológico tangible: “En medio del desierto salobre / bajo el peso del sol, /
hace millones de años / fue atrapado un fragmento de mar”. Aquí, el desierto no
es solo paisaje: es espejo, laboratorio y confesionario del alma, un espacio
donde mirar hacia adentro puede ser tan intenso y abrasador como el sol del
mediodía. Esta idea encuentra un eco en la poesía de Carmen Ávila, como en “Letanía”,
que habita un desierto interior donde deseo, memoria y fragilidad se
entrelazan. Sus versos fragmentarios y cargados de imágenes imposibles
—“desierto nublado”, “cielo verde”, “verano de árboles sin hojas”— condensan lo
contradictorio de la experiencia humana: pérdida y anhelo, calma y tormenta, vida
y muerte. Ávila convierte la aridez en espacio de introspección y resistencia,
haciendo tangible lo invisible y mostrando que incluso en la sequedad más
absoluta puede surgir conciencia, belleza y transformación.
María
Luisa Iglesias convierte la aridez en archivo de recuerdos. En “Atardecer
del séptimo día”, dice: “viejo el aire que atraviesa los
cuartos como un tren que sabe su camino”. Cada verso quebrado transmite duelo y
nostalgia; el desierto se vuelve cementerio y archivo. Desde la geología y la
historia natural, es paisaje sedimentado y testigo de eras; desde la
fenomenología, presencia sagrada. Su poesía nos invita a detenernos y escuchar,
a mirar el tiempo como lo hacen las piedras y el viento.
La
poesía de Aurora Hernández convierte el desierto en un espacio de percepción,
memoria y transformación. Con imágenes como las de “Invisible” y “Miel”, el
sol, las piedras y la miel del paisaje revelan lo oculto y hacen del entorno
árido un laboratorio de introspección y sensorialidad; cada elemento del
desierto se vuelve espejo de la memoria y del deseo. La autora nos recuerda que
lo mínimo —el polvo, una hoja, un tiesto— puede cobrar una dimensión espiritual
y existencial, como ocurre en textos que sugieren contemplación y
trascendencia. Finalmente, el ciclo vital del paisaje y de los seres que lo
habitan, la germinación, la luz y el vuelo, se entrelazan para mostrar que
incluso la aridez más absoluta es fértil, y que el desierto, lejos de ser solo
vacío, se convierte en espacio de creación poética, reflexión sobre la vida y
revelación del tiempo que nos habita. Qué maravilla, el desierto, contrario a
su aridez, se convierte en espacio de creación poética.
Lo
mítico y lo espiritual se entrelazan, recordando que el vacío revela y no solo
ausenta. Claudia Luna Fuentes, en “Insomnio”, la voz poética convierte la noche
y el desvelo en un espacio creativo y de confrontación con la memoria y el
miedo. La vigilia se vuelve laboratorio del yo: cada página escrita es un
intento de comprender heridas, recuerdos y la infancia que se desvanece. La
cotidianeidad —el pescador, el panadero, el obrero— se cruza con la experiencia
íntima, como si la poesía fuera el medio que convierte lo ordinario en
reflexión profunda. Aquí, el desierto interno se despliega: un territorio donde
la aridez del recuerdo se transforma en materia poética, donde el miedo es “la
educación del corazón” y la escritura se vuelve acto de resistencia y
autoconocimiento.
¿Qué
nos quedaría si todo lo que creemos poseer se deshace? Mercedes Luna Fuentes,
en “No tengo algo que pueda llamar mío”,
nos habla del desapego: “no tengo algo que pueda llamar mío”. Sus versos
fragmentarios reflejan un yo que se disuelve, recordándonos que la identidad no
es fija. Desde la psicología y la filosofía oriental, aprendemos que todo es
impermanente; desde la ciencia, sabemos que la materia cambia constantemente.
Su poesía nos desafía a enfrentarnos a la ilusión de la solidez, y el desierto
se convierte en arquetipo del inconsciente, un espacio para encontrar y
perderse a la vez.
En
Esther M. García, poemas como “La piel del animal acorralado” y “Sicarii”
muestran al desierto como escenario de violencia, injusticia y cuerpos
abandonados: la arena se vuelve testigo silencioso y memoria de las estructuras
sociales que oprimen. La poesía se transforma en acto de resistencia y ética,
donde la vulnerabilidad se mezcla con la belleza del lenguaje, creando un
equilibrio doloroso pero necesario. De manera complementaria, los poemas de Ivonne
G. Ledezma, extraídos de Desesperanza, el desierto se despliega en el
plano emocional. Aquí, la aridez es afectiva: el amor perdido, los vínculos
frágiles y lo efímero de los deseos son ecos de un paisaje interior donde
viento, lluvia y alas evocan la fugacidad de la experiencia humana. Versos como
“Mas de nada sirvió / Fundirte en mi mirada / Llenarte de caricias” muestran
cómo este desierto íntimo se convierte en territorio de resistencia y
purificación; la fragmentación de la estructura y los espacios en blanco
intensifican la sensación de pérdida, recordándonos que incluso la aridez más
profunda puede generar introspección, conciencia y belleza poética.
Lo
hostil se convierte en fértil, y el cuerpo dialoga con el paisaje en un acto de
libertad y afirmación. Nancy Cárdenas, en “Flor / del desierto, /
espina de seda”, nos enseña que el desierto también puede
florecer: eros lésbico, espacio político y secreto. Magdalena Mondragón, con
poemas como: “No me dejes, amor, que estoy soñando / en una eternidad que sé
que existe…” explora el desierto interior y urbano, uniendo introspección,
memoria y cuerpo. Sus metáforas, “agua de mi cuerpo” y “oasis del desierto”,
nos muestran cómo los afectos, la luz y la sombra se entrelazan con la aridez
externa, convirtiendo el territorio en espacio de resistencia, intimidad y
resiliencia.
El
conjunto de estas voces configura un mapa emocional, físico y simbólico del
desierto: memoria, identidad, eros, pérdida, luz y resistencia. Cada poeta
aporta su mirada única, mostrando que el desierto no es ausencia, sino
sobreabundancia de sentidos; un espacio donde lo humano se enfrenta a sus
límites, descubre fuerza, reflexiona y se transforma.
Estas
mujeres no solo nombran el desierto: lo reinventan y lo expanden. Filosóficamente,
lo convierten en revelación; antropológicamente, en memoria; psicológicamente,
en confrontación del yo; poéticamente, en libertad y transformación. Claudia
Berrueto nos habla de la aceptación de la muerte; María Luisa Iglesias, de la
memoria ancestral; Aurora Hernández, del duelo; Mercedes Luna Fuentes, del
desapego; Claudia Luna Fuentes, de lo mítico; Esther M. García e Ivonne G.
Ledezma, de la violencia social y la fragilidad afectiva; Carmen Ávila, de la
memoria geológica; Dana Gelinas, del vacío existencial; Nancy Cárdenas, del
eros resistente; Magdalena Mondragón y Marianne Toussaint, del desierto
interior y urbano; Enriqueta Ochoa, de la luz erótica y la memoria cósmica;
Rosa María Hernández Ochoa, del hilo entre ciencia, memoria y lo cotidiano; y
Jeannette L. Clariond, de la memoria íntima y colectiva que enlaza lo personal
con la historia. Cada voz, así, constituye una pieza del mosaico poético donde
el desierto es metáfora de vida, pérdida, memoria y transformación.
Si
elevamos la mirada más allá del norte de México, estos desiertos poéticos
dialogan con otros: los silencios y arenas del Sahara, la soledad austral del
Atacama, los ecos del Gobi y del Mojave. La poesía se vuelve entonces lengua
común de memoria, resistencia y emoción. ¿Observen cómo la metáfora de la
aridez traduce, en distintos acentos, el mismo anhelo humano por sentido,
refugio y encuentro? El desierto se transforma en puente entre lo local y lo
global, entre lo íntimo y lo colectivo; la poesía—como la arena—se desplaza, se
mezcla, reescribe memorias y nos acompaña, huésped y testigo, en cada paso del
camino, recordándonos que incluso en los espacios más áridos puede surgir
creación, belleza y reflexión profunda sobre la existencia.
Este texto fue leído durante el Festival Literario de Autoras – Otroras, el jueves 2 de octubre a las 13:00 h, en el marco de la charla literaria “Mujeres que nombran el desierto”. El encuentro se realizó en el Ágora de la Galería de la Universidad Iberoamericana Torreón.
Fotografía de Pexels.
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