LA ESCRITURA DEL INSTANTE Los jardines de la memoria: un paseo por lo que guardamos y lo que dejamos ir, por Nadia Contreras


Mientras avanzo en edad, la preocupación por la salud se vuelve más intensa, sobre todo porque, en mi caso, ha sido terriblemente irregular. Quienes me conocen saben de las enfermedades que me aquejan, diversas y complejas, y también del olvido, que siempre ha sido mi compañero silencioso. Mi memoria nunca ha sido prodigiosa: funciona mientras se trate de sensaciones, emociones o experiencias, pero se enreda con nombres, fechas o datos precisos. Sin mis notas en el celular, mi mente se dispersa o, como dicen, se me van las cabras al monte.

La edad incrementa esta inquietud, pues se dice que con los años el olvido se acelera. Sin embargo, si lo observamos detenidamente, la memoria y el olvido resultan fascinantes. Desde la ciencia sabemos que cada recuerdo surge cuando una experiencia activa nuestras neuronas. La información —un aroma, una voz, un gesto— viaja primero por los sentidos y se procesa en el hipocampo, esa especie de bibliotecario que decide qué merece ser guardado. Si indagan sobre el hipocampo, les aseguro, quedarán maravillados.

Si la experiencia tiene carga emocional, la amígdala se activa, y el recuerdo se fija con fuerza: por eso nunca olvidamos un primer beso, un susto intenso o un momento de alegría profunda. Después, el hipocampo distribuye esa información hacia la corteza cerebral, donde se consolida a largo plazo, un proceso que ocurre principalmente durante el sueño. Dormir, entonces, se transforma en un acto de preservación: durante la noche, cada vivencia se transcribe en el “archivo” de la memoria. 

Esto me sorprende profundamente; hasta hace poco desconocía la importancia del sueño en la fijación de los recuerdos. Dormir no solo descansa el cuerpo, sino que da estructura y significado a nuestras vivencias, organizando los hilos de nuestra existencia para que podamos reconocernos mañana, recordarnos a nosotros mismos a través del tiempo. Y aquí comparto con ustedes una pregunta que me parece esencial: si el sueño fija la esencia de nuestras experiencias, ¿será que nuestra identidad depende más de las emociones que de los hechos exactos que creemos atesorar?

Comprendo que los recuerdos no son fotografías exactas; se parecen más a acuarelas que se repintan cada vez que los evocamos. Recordar es también reinventar, y Hermann Ebbinghaus, pionero alemán del siglo XIX, estudió sistemáticamente cómo olvidamos. Su famosa “curva del olvido” muestra que la pérdida de información es rápida al principio, para luego estabilizarse con el tiempo.

Históricamente, el concepto de memoria ha evolucionado. Platón la comparaba con una tablilla de cera, Aristóteles con asociaciones de ideas; en la Edad Media y el Renacimiento, monjes y eruditos construían palacios mentales para no olvidar sermones o libros. En el siglo XIX, Ebbinghaus introdujo la psicología experimental; en el siglo XX, casos clínicos como el del paciente H. M. demostraron la centralidad del hipocampo.

Para quienes desconocen el caso del paciente H. M., vale la pena contar que se trata de un referente imprescindible para comprender la memoria. Su historia no solo aclaró cómo funciona el cerebro, sino también los distintos tipos de memoria y cómo sus daños pueden alterar incluso las actividades más cotidianas.

Henry Molaison, nuestro H. M., sufrió un accidente a los nueve años: fue atropellado por una bicicleta y recibió un fuerte golpe en la cabeza. Como consecuencia, desarrolló un trastorno convulsivo crónico que empezó a interferir con su vida diaria, dificultando su desenvolvimiento habitual. Ante esta situación, los médicos que lo atendían decidieron realizar una cirugía para eliminar el foco de sus crisis, retirando partes de sus hipocampos, algunas porciones de las amígdalas y del giro hipocampal.

Lo que parecía una solución médica trajo consigo un efecto devastador: H. M. desarrolló una amnesia profunda, una incapacidad casi total para generar nuevos recuerdos. Cada día se convertía en un presente fresco, desconectado del anterior. Fascinados y preocupados por estas secuelas, los médicos contactaron a expertos en memoria, y así comenzaron décadas de estudios sobre su caso. La participación de H. M. permitió descubrir mucho sobre los tipos de memoria, el aprendizaje y las habilidades motoras. Por cierto, en temas muy afines, les recomiendo El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, donde Oliver Sacks explora casos de amnesia y la compleja relación entre el cerebro, la memoria y la identidad.

Se ha escrito, pues, que la memoria no es solo un depósito de datos, sino la trama que sostiene nuestra identidad, y su fragilidad revela cuán delicado es el equilibrio entre lo que somos y lo que recordamos. Hablamos aquí de sinapsis reforzadas, proteínas nuevas y cambios químicos que hacen de la emoción algo tangible. Pero la memoria también es vulnerable. Otro de mis grandes temores son enfermedades como el Alzheimer, las demencias frontotemporales, el Huntington (trastorno genético que provoca degeneración progresiva de las células nerviosas, afectando el movimiento, la memoria y la conducta), o los traumatismos cerebrales, que golpean el cerebro y afectan la memoria, la claridad mental y la propia identidad.

Una última idea: la memoria no es un simple archivo, sino un jardín secreto donde la vida deja sus marcas, donde cada emoción, cada experiencia significativa, queda grabada en nuestra carne y en nuestra alma. Bien lo dice el poeta Luis Rosales: “Los sitios donde has estado / en la memoria los llevo / sólo para ver de nuevo / el rastro que allí has dejado; / la tierra que tú has pisado / vuelvo a pisar; nada soy / más que este sueño en que voy / desde tu ausencia a la nada”. La memoria es un arte silencioso, un equilibrio entre retener y soltar, entre lo que duele y lo que consuela, un recordatorio constante de que lo esencial de nuestra humanidad nunca se pierde del todo.

Fotografía tomada de Pexels. 

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