El equilibrio de las sombras: reflexiones sobre el amor y la vida


Hago todo lo posible por mantener un equilibrio en mi vida. A veces, siento la tentación de escapar, de buscar caminos alternativos a la corriente habitual de la existencia, a dejarme llevar por ciertos arrebatos. La edad, por fortuna, atempera todo esto y la compañía. Reconozco que necesito a alguien en mi vida que me ayude a mantenerme firme y que, de alguna manera, me ayude a apreciar los contrastes. A nivel personal, experimento una serie de discordancias entre la alegría y la tristeza, el éxito y el fracaso, la esperanza y la desesperación, entre otros. Más allá de aprender de nuestras experiencias, estos contrastes también se observan en la naturaleza, donde coexisten paisajes deslumbrantes y escenas desoladoras, así como en la sociedad, donde las diferencias económicas, culturales y políticas generan tensiones y oportunidades para el cambio. Atribuyo mi capacidad para mirarme con cierta claridad (aún hay demasiada niebla) al poder de la poesía, pero también al amor de aquellos que me rodean y se preocupan por mí, y, por supuesto, a la compañía de quien elijo para compartir la vida. 

He platicado con algunas personas esta semana que, en el pasado, el desenfreno fue una válvula de escape, una liberación de las normas impuestas. Era mi forma de permitirme actuar espontáneamente y sin inhibiciones. En aquel entonces, el mar y los viajes eran un refugio para vivir aventuras. El sonido constante de las olas, recuerdo, liberaba la tensión acumulada, acompañado de un vaso de vino y cigarrillos. ¡Cuánto fumaba entonces! Regresábamos una y otra vez, recorriendo caminos, sin descansar durante días, dejando atrás nuestras preocupaciones para descubrir momentos íntimos, casi sin palabras, como una promesa de existencia, un desafío al momento presente. ¿Cuántos años de esta vida desenfrenada? 

He escrito sobre esa época para no olvidar; vivir así en este momento de mi vida, no me atrevería. Incluso al repasar esas notas, a veces no me reconozco, pienso que era otra persona, pero una persona necesaria para sobrevivir, para moldearme en lo que soy actualmente. Un soneto de Alfonso Reyes tal vez pueda explicar esto: “Vives en mí, pero te soy ajeno, / recóndito ladrón que nunca sacio, / a quien suelo ceder, aunque reacio, / cuanto suele pedir tu desenfreno. // Me quise sobrio, me fingí sereno, / me dictaba sus máximas horacio, / dormí velando, festiné despacio, / ni muy celeste fui, ni muy terreno. // Poco me aprovechó vivir alerta, / si del engreimiento vanidoso / hallaste tú la cicatriz abierta. // Hoy quiero rechazarte, y nunca oso. / ¡Válgame la que a todos nos liberta, / y al orden me devuelve y al reposo!”. Esa otra persona, encontraba mi cicatriz abierta.

Desde la mitología hasta la filosofía, la búsqueda de nuestra “otra mitad” ha obsesionado a la humanidad. Platón, en El Banquete, relata el mito del andrógino, seres divididos por Zeus en busca de su integridad. Obligados a buscar nuestra pareja ideal, hemos transformado el sentimiento del amor en una incansable búsqueda de armonía y plenitud; en la exploración de la satisfacción y la apreciación de las diferencias que existen en nuestra diversidad personal y en el mundo que nos rodea. “No soy tan desinteresada como tú. No podría actuar de manera tan correcta por todas las razones equivocadas. No es de mi naturaleza hacerlo. Si pudiera sentir gratitud, te diría que es suficiente. Pero no puedo. Nunca podría estar satisfecha sin tu amor”, leemos en Orgullo y prejuicio, de Jane Austen.

Carol Gilligan en La teoría de la ética del cuidado enfatiza la importancia de relaciones basadas en la empatía y el apoyo mutuo. John Stuart Mill, en su filosofía, aborda la maximización del bienestar al elegir pareja. Erich Fromm, el gran psicoanalista y filósofo del amor, nos habla de mantener la delicada estabilidad y evitar la desconexión emocional. A pesar de todas las recomendaciones y tratados, me conformo con el breve equilibrio que me mantiene firme en la realidad. Mi visión del futuro es limitada, por lo que no pienso demasiado en si este amor durará o habrá oportunidad para otro. Tampoco pienso en esos momentos de nuevas emociones que nos hacen brillar con la intensidad del coqueteo, de la travesura. En Cumbres borrascosas, única novela de Emily Brontë, publicada por primera vez en 1847 bajo el seudónimo de Ellis Bell, se lee lo siguiente: “Él no sabía cómo jugar conmigo, así que me permitió jugar con él; y después de todo, una mujer debe tener un poco de diversión”. Sólo eso.

Recientemente, mientras navegaba en internet, leía historias de matrimonios longevos como Ann y John Betar, Herbert y Zelmyra Fisher, Nicholas y Rafaela Ordaz. Cada una de sus historias y el éxito en compartir tanto tiempo se basaban en el compromiso, la paciencia y el respeto mutuo. Ann y John, con más de 80 años de matrimonio, atribuyen su éxito a la comunicación y la actitud positiva, mientras que Herbert y Zelmyra, con 86 años de matrimonio, enfatizan la fe y la adaptación a los cambios. Hablan de la importancia de compartir experiencias comunes, viajar, participar en actividades culturales y la capacidad de reír y apoyarse mutuamente en tiempos difíciles. Sí, me gustaría que el marido fuera el pilar de una relación duradera.

La adolescencia fue complicada y mi primer matrimonio estuvo lleno de emociones y esperanzas frustradas. He intentado vivir con el marido en una relación en la que ambos buscamos alejarnos del patriarcado y la misoginia. Reconozco, al igual que en otros escritos, la contribución de él para llevar una vida literaria y de gestión cultural activa. Sinceramente, en la distribución equitativa de tareas y responsabilidades, él aporta más. Como dije, no sé qué nos depara el futuro. Me gustaría que mi vida siempre estuviera llena de claridad, con reflectores brillantes para no perderme ni perder nunca el sendero del amor y la complicidad. Sin embargo, ¿de dónde viene este ardiente deseo de escribir? Acojo con beneplácito la amplia gama de luces y sombras, las variaciones de tono y ritmo, la complejidad de la vida y la búsqueda de la felicidad como ese navío en el cual debemos embarcarnos para vivir la aventura, citando las palabras de Antoine de Saint-Exupéry.


Fotografía de Pexels. 


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