Nombres que llevan a nuevos caminos (evocar a Nadia Comaneci). O de cómo la escritura se proyecta en otra

 
Me han solicitado escribir la historia de mi nombre, por qué me llamaron así, qué significa, cómo me siento con él, cómo ha cambiado a lo algo del tiempo y cómo lo han modificado. Y para responder voy a hacer un poco de trampa. Hace ya algunos años había escrito sobre ello y, sin saberlo siquiera, resolví algunas dudas planteadas. Voy, no obstante, a redondear algunas de aquellas ideas porque finalmente, del 2016 (fecha en que escribí ese texto), al 2024, la memoria es otra, y la experiencia. Nos vamos empepando de nuevas vivencias, de nuevos diálogos, de nuevos paisajes (incluyo aquí el literario) y la perspectiva cambia.
 
Ese texto, lo explico, surgió por el debate entre Adriana y su esposo. He presenciado muchos de éstos, disertaciones que surgen a raíz del nombre que llevarán los hijos. En muchas ocasiones, si de reuniones se trata, las disputas se extienden hasta altas horas de la noche y no siempre terminan bien, porque ¿quién no se siente lastimado cuando ve su opción eliminada, más si ésta, es decir el nombre propiamente dicho, lleva de manera implícita una carga emocional? Empero, hay otros puntos que se omiten. Uno de ellos tiene que ver con la carga emocional y de expectativas que llevará el nombre. La psicología ha ahondado bastante en el tema.
 
Una de las formas en que los padres se proyectan en su hijo es con el nombre del bebé. Muchos niños llevan el nombre de su padre, que a su vez es el de su abuelo y tatarabuelo, quienes han sido educados de una determinada manera. No deja de ser una forma de poner ciertas expectativas en el pequeño. Leía, por esas fechas, lo que decía Nora Rodríguez, autora de Neuroeducación para padre (Ediciones B), refiriéndose al problema de relacionar el nombre de “Lobo” con las expectativas de tener, por ejemplo, un hijo fuerte. ¿Quién le pone a su hijo Lobo o lo relaciona con éste? En la entrevista, realizada por Carlota Fominaya, para ABC Familia [https://bit.ly/43WmfMY], afirma: “Hay una corriente en Psicología que afirma que somos exactamente lo que nuestros padres quieren que seamos. Si sus padres están convencidos de ello, les gusta y saben crear un buen vínculo, perfecto. Pero deben ser conscientes de que los seres humanos somos el resultado no solo la generación que nos precede, sino la suma de muchas anteriores. Y el niño puede salir a un tatarabuelo que era sensible y delicado y que no cumple con esa idea vital que tienen para este bebé”.
 
En esta discusión, la familia pone sus cartas sobre la mesa; esto es, los nombres de los abuelos, los tíos, el primo que murió tempranamente, etc. O, en caso contrario, nombres tomados de algún libro y que tienen, por cuestiones históricas o mero capricho de la autora o autor, significados muy altos: nombre de reinas, emperatrices, reyes, conquistadores, vírgenes, o dioses de alguna cultura antigua. Entre más se acerque la fecha del nacimiento, las discusiones son más acaloradas. Hay padres que para nombrar necesitan conocer. Es el caso de Adriana y su esposo. En síntesis, si la niña se parece a ella, llevará el nombre de la madre de ésta, es decir, de la abuela de la niña; si se parece a él, deberá llamarse como su hermana menor. Adriana suplica en silencio para que la bebé tenga cuando menos el arco de sus cejas. ¿Por qué ponerle a la niña el nombre de la hermana muerta? Ocho años atrás, Laura, murió en un accidente automovilístico. La niña, que está a punto de cumplir ocho años, llena el nombre de su abuela materna: Sofía.
 
Mis padres, en cambio, no discutieron. Mi presencia, aún con un año de trámites, se dio de la noche a la mañana. “Aunque cumplimos con todo lo requerido por el hospicio, no sabíamos cuándo llegarías a casa”, dice mi madre. Me nombraron Nadia Graciela. Nadia por Nadia Comaneci y Graciela, como mi madre. Así, borraron además del nombre anterior, mi pasado. En el hospicio, para cumplir con el apartado legal, me nombraron Lourdes. Pero esto no lo supe hasta que regresé a buscar ese pasado y tuve la fortuna de encontrarme con aquella persona que me había admitido, casi veinticinco años atrás. Quise investigar un poco más, saber de ciertas marcas físicas, reconocerme en aquellos primeros años, pero hay historias como expedientes que se cierran. O como paraguas mojados. Ah, ¡qué escena!, esa la de La Maga, La Maga de Cortazar en Rayuela, deshaciéndose de aquel paraguas encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y que usó muchísimo “sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche…”.
 
Nadia es un nombre que no me gusta para nada. Me parece feísimo. Soy de palabras, de sonidos, y fonéticamente, es burdo, áspero. En un principio hubiera preferido llamarme Alejandra, Virginia, Silvia, Cristina, Gabriela. Luego, cambié de opinión. Para entonces, había leído y estudiado las literaturas de Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath y me había sumergido sin reparados a su mundo melancólico y depresivo, incluso, coincidía con ellas en esa salida rápida y fatal a mis épocas oscuras. Tomé distancia de su poética (de sus nombres) y vislumbré otras fuentes de inspiración. No significa que no las lea; mi admiración y mi respeto hacia sus letras es monumental; son, junto con otras autoras, otros autores, mis maestras de cabecera. Mirar hacia otros ángulos me favoreció bastante. Me veo ahora con una existencia más completa y la experiencia con la palabra me dice que la escritura no se agota y, a través de ella, la vida es posible. Lo que quiero decir que la alegría, la plenitud, el amor, las ganas de vivir son ahora mi sustento. Y claro, la muerte: “la muerte que no puede vivir sin nosotros / la muerte que viene al galope del caballo / la muerte que llueve en grandes estampidos”, en palabras de Vicente Huidobro.
 
Lourdes es también un nombre que escogería. A mi padre lo enloqueció Nadia Comaneci. En 1976 (año en que se supone nací, hay algo de imprecisión en ello), rompía el tablero de calificaciones. Con 14 años, Comaneci se convertía en la primera gimnasta de la historia en recibir un puntaje de 10 (perfecto) en las barras asimétricas durante los Juegos Olímpicos. Estaba destinada a conquistar el mundo. Como yo —afirmo—, con la mirada puesta en los ojos apagados de mi padre. “Sí, hija, como tú”. Esta parte me gusta. Lejos de los vínculos intrincados entre padres e hijos; lejos de las densas y complejas que suelen ser las relaciones entre madres e hijas, tal como lo destaca Rosa Montero, en su artículo “Madredelamorhermoso”, publicado en diario El país, este 7 de abril, mi relación embarazosa con mis padres se ha atenuado, con mi madre sobre todo, con quien protagonicé por muchos años, una batalla campal. Ellos se sienten orgullosos de lo que soy, de lo que fui y hacia dónde me dirijo. A su modo, me han seguido en mis intereses y, cuidando un poco las distancias, puedo pasar una tarde de plática entretenida con mi madre. Los quiero y los cuido sobre todas las cosas.
 
Nadia es un nombre que resulta imposible de modificar. Que yo sepa, no tiene diminutivo, aunque amigas y amigos suelen decirme “Nadi”. Tampoco me agrada, pero no me meto en ello. Si me dicen “Graciela”, no habrá respuesta, no porque no quiera, sino porque no me reconozco. “¿Buscan a Graciela? Ah, perdón, soy yo”. Mi nombre “artístico” es Nadia Contreras; en algún tiempo agregué el apellido materno y con los años desapareció. En un par de revistas y algunas antologías se lee Nadie, en lugar de Nadia, ¡bah! Tal vez deba revalorar el uso de la composición: Contreras-Ávalos. La edad nos reconcilia con los nombres o apellidos de aquellas personas que nos causaron algún tipo de angustia, dolor o contradicción, en esa etapa tan vulnerable llamada infancia.
 
Investigando su origen, me entero que en las lenguas eslávicas, el nombre Nadiya en ucraniano significa “esperanza”, mientras Nadzeya es el equivalente en bielorruso (derivado del antiguo eslavo oriental). En búlgaro y ruso, Nadia es el diminutivo de Nadyezhda, que significa “esperanza”. Nada mal. Ahora recuerdo otro “diminutivo”: Nayita. Me dicen así muy pocas personas, aquellas que quedaron ligadas a mi primer marido; por fortuna las cuento con los dedos de una de mis manos y, el marido ese, desapareció debajo de un bloque de hielo (es metáfora). Mi nombre, su historia, con el paso del tiempo tendrá un giro inesperado y afortunado.
 
El marido actual adivinó mi edad nuevamente por Comaneci. En esa época (ay, ya son dieciocho años) comencé a trabajar en el mismo plantel educativo en el que él ya llevaba un buen puñado de años impartiendo clases. Bastantes años. Se alarmó por mi edad y la de él. ¡Nos llevamos quince! Con el tiempo comenzaron los coqueteos y el amor. Yo me enamoré de su voz, y él… (voy a preguntarle). Nuestra locura acortó la edad (también es una metáfora) y las distancias territoriales. Aunque ya vivía en Torreón, con el divorcio vislumbré la posibilidad de regresar a mi ciudad natal Colima, cosa que no sucedió. Al marido aquel le agradezco haberme traído al desierto en donde “cada día es un motivo de asombro: / un nuevo amanecer, / el reverdecer de cada planta, / la belleza de los atardeceres en la Laguna, / no hay atardeceres más encantadores / que los del desierto, en el misterio / de la noche y del día”, escribe nuestra poeta torreonense y universal Enriqueta Ochoa y lo suscribo. No hubo hijos; los hijos de él ya eran grandes cuando comenzamos a vivir juntos.
 
No hubo debates, ni discusiones, ni jaloneos por encima o por debajo de la mesa. Sí hemos tenido algunas discrepancias en torno a los nombres de nuestros gatos que, para nosotros como para muchas personas sobre todo adultas, toman quizá no el lugar de los hijos, pero sí como mascotas de compañía o como suelo decir: “personas no humanas de compañía”. Los nombres (no han tenido eco mis propuestas mitológicas) se asignan por las características del gathijo o gathija o, por el color, o manchas en el cuerpo. Por, ejemplo, el marido decidió llamar a tres de ellos: Rayitas, Manchitas y Abeja. Tuvimos un gato que lo llamamos Freddy y esto fue por el parecido con él, grande, gordo y cara redonda. En mi caso, Tomasa por la canción de Caifanes; Piri (de pirinola o perinola), porque cuando era una gata bebé, daba vueltas y vueltas alrededor de su plato de comida antes de probar bocado; y Albi, por blanca. Toda ella es blanca y tiene un ojo gris y el otro amarillo.   
 
En lo que sí discuto (casi siempre conmigo misma), dejando mi nombre tal como está, es en el título de los libros, de los textos como éste, de los misceláneos, de los poemas, los relatos. ¡Acontecimiento extraordinario no preocuparse por el nombre con que se firma! ¿Cuántos libros se escribieron por ejemplo con nombres de hombre? “La literatura no puede ser asunto de la vida de una mujer, y no debería ser así”, le dijeron a Charlotte Brontë que tuvo que firmar como Currer Bell. ¿Quién? El poeta laureado Robert Southey. Me preocupa, pues, poner el título atinado, el título certero a las cosas que escribo y más aún, confío —es una ilusión, un deseo— en que los años, los siglos (evoco a Safo, a Sor Juana, Jane Austen, Emily Dickinson y un largo etcétera), perpetuarán algunas de estas palabras y el nombre (lo digo con humildad), como escribe Vallejo (aunque su intención es totalmente distinta): “Piensa el presente guárdame para / mañana mañana mañana mañana”.

Si tienes curiosidad por el primer texto, AQUÍ está la liga 

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