Nadia Contreras, Andrés Ramírez y Saúl Rodríguez |
Muy pocas veces hablo de la adolescencia como tal. De entrada, les digo que no me gustó para nada, para mí fue de lo más frustrante. Hubiera preferido quedarme en la infancia, esa de cuando mi abuelo Fidencio nos llevaba en su camioneta al mar, a playa El paraíso, en Armería, Colima, o cuando fuimos a San Juan de la Montaña, población enclavada en la sierra de San Francisco, distante a 45 minutos de la Ciudad de Tamazula, Jalisco. Es un pequeño pueblo de clima templado y montañas; de sus laderas nace un agua deliciosa. Hay ríos también no tan caudalosos en donde toda la chiquillada, recuerdo, nos bañábamos. Luego todo se oscureció. Los cambios físicos, psicológicos, emocionales, de identidad, llegan y una no encuentra lugar, pero ¿cómo explicar esa sensación de desapego? Luego, la culpa por desobedecer, rebelarse o negarse a hacer una cosa y no otra.
En la adolescencia, algo se desencaja, estamos inconformes, deseamos emprender la vida a nuestro ritmo, somos estúpidos, claro, pero eso aún no lo sabemos. Dicen: “no hay rebeldía, sino rebeldías y rebeldes”. La adolescencia, o cuando menos, la adolescencia que yo veía en ese momento me convertía en un sinfín de defectos, como aseguran los psicólogos, por acentuar excesivamente el significado de una de sus acepciones: insumisión, desacato y desafío a la autoridad. Hay otra acepción de la palabra “rebelde”, pero no corresponde a este contexto: “Rebelde se llama también al indócil, duro, fuerte y tenaz”. Y, ciertamente, las cosas adversas se dimensionan de otra manera. Por ejemplo, mientras que para mí arreglarme para asistir a una fiesta era un infierno (prefería desde entonces la tranquilidad de una habitación, la lectura y esos primeros pininos en la escritura), para mis amigas era algo que debía de celebrarse y pasar horas y horas en tantísimas tiendas de ropa probándose un vestido y otro, unas zapatillas y otras. ¡Qué horror! Mucho tiempo guardé resentimiento con mis padres por obligarme a ir a lugares a los que no quería, vestirme un tanto a su modo, ser ese alguien que ellos hubieran querido que fuera. Finalmente, me aceptaron, creo que no les quedaba de otra, soy hija única.
La adolescencia, pues, me pareció tremendamente aburrida. Quizá, por eso me identifiqué con Gabriel. El aburrimiento, como ya sabemos, está presente en la literatura, Pushkin y Chejov, por mencionar sólo a dos autores, han ofrecido en sus textos testimonios obre el “hombre superfluo”, esa combinación de talento, desdén, cinismo y un espantoso aburrimiento. Gabriel Guía, lleva este tedio a un escalón mucho más alto, si se quiere, o a uno mucho más bajo: el deseo de morir: “: -Palabra que sí, Dora. Fui a dejarla. Y después, en mi casa, sentí el martilleo. No hubo círculos esta vez. Sólo la sensación de vacío. Quería que las palabras de Dora me llenaran, pero no fue así. Sólo pensé: Es imposible, ya estoy muerto, morido, fallecido; necesitaba una tumba, con pastito y lápida limpia, que mierda soy / Sin embargo seguían en mi mente sus palabras. Y quise dormir. Pensar, pensar, tal vez meditar/ -Una tumba / me dormí”. Otras preguntas: ¿Cómo se sale librado de esa época? ¿Cómo podemos estar aquí, cuando, en aquellos instantes frenéticos, consideramos la vida sin aberturas? Alcohol, cigarros, sustancias “interesantes”, velocidad, deseo, sexo, las escapadas a todas partes. Imposible para esa época evocar los versos de Luis Gonzaga Urbina: “Amé, sufrí, gocé, sentí el divino / soplo de la ilusión y la locura; / tuve la antorcha, la apagó el destino, / y me senté a llorar mi desventura / a la sombra de un árbol del camino”.
Los primeros libros que leí de José Agustín fue La tumba (1964) y De perfil (1977) y fueron un alivio. Con Gabriel, la adolescencia se mostró transparente. Los padres de algunos compañeros de escuela de grados más avanzados o de otras escuelas, recuerdo, se referían a sus hijas y a sus hijos como adolescentes bien portados, excelentes calificaciones, obedientes, atentos, cercanos a Dios. Y yo decía ¿por qué yo no soy así? Bueno, sí obtenía buenas notas. La tumba y De perfil me hablaron de una revolución que tenía que suceder. Hacía falta que alguien mostrara esa cara de la adolescencia que no se quiere mostrar a plena luz y que la sociedad, la educación, la religión, la cultura, regula, castiga y somete. Me sentí identificada con Gabriel y con Rodolfo Valembrando y sus andanzas porque de alguna manera eso quería hacer yo, ir del pésimo de Gabriel al optimismo de Rodolfo. Cómo no ser ellos, vivir, sentir, hablar con ese lenguaje desmitificador, desparpajado; con ese lenguaje irreverente, descuidado, repetitivo y que alternaba el español y el inglés. Hasta el momento sigo sin poder hablar bien el inglés.
Aunque los dos libros abordan la adolescencia, además de las historias, encuentro otras diferencias. Por ejemplo, Gabriel vive en permanente tedio, esa condición natural (tal como se le define al tedio) de las personas sin dios, sin objetivos y sin futuro. El tedio es el eje transversal. Leamos: “Maldije la hora en que había decidido acompañar a mi padre a su club. Jacques, que creía filosofar, alguna vez sentenció: —Si el aburrimiento matase, en el mundo sólo habría tumbas”. En De perfil, Rodolfo muestra otros intereses. El acierto de José Agustín es darles voz a los adolescentes (y aún más a los adolescentes que no nos atrevimos y que tuvimos que esperar el paso de los años para tomar una postura frente al mundo). El acierto, también es hacer de estas vidas, de estas voces, un entramado literario. Cuando estudié un poco más la literatura de la onda no me quedó clara la postura de Margo Glanz (su obra me parece fabulosa y es de mis autoras favoritas) cuando marca una diferencia, un tanto sesgada, de los escritores que cuidaban la forma de la escritura y de “los onderos” que insistían en considerar el rock un puente entre el arte culto y el popular, pero sobre todo, una coyuntura que permite al joven liberarse. Recuerdo una cita: “La práctica del rock es su evangelio y las drogas su maná espiritual”. Otra cita: “El chavo onda abandona su casa para construir inmediatamente otra sociedad”. Mario Lope Herrera, en su artículo: “La onda que nunca fue: in memoriam, José Agustín”, publicado en Yucatán cultura [https://bit.ly/3VOECBl], expone: “no fueron tomados tan en serio sino mucho, mucho tiempo después. Como suele pasar en la literatura. Pese a las buenas ventas, José Agustín no podía estar en la misma mesa con otros escritores mexicanos de la época como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. La razón: el sexo, las drogas y el rocanrol”. Considero, no obstante, la literatura de la onda como algo vital para la época; vitalidad que no se quedó ahí sino que la seguimos experimentando. Era, como ya lo afirman los estudiosos, reflejo de los movimientos sociales que se vivían en ese momento y de las condiciones socioeconómicas adversas; en la literatura de la onda los jóvenes inconformistas se expresaron y criticaron plenamente al gobierno. Comencé, como dije, a leer a José Agustín y con él vinieron otras lecturas: Gustavo Sainz, René Avilés Fabila, Salvador Elizondo, autores nacidos entre 1938 y 1950 que publicaron en la segunda mitad de los setenta.
Escribe Jorge Isacc: “dadme una tumba do tranquilo duerma. ¡Morir es olvidar!”. La tumba (reivindica al personaje) es metáfora de ese techo azul que mira cuando se deja caer en la cama: “Caí en la cama con los ojos vidriosos viendo ese azul techo que también empezó a girar. Los regaños de mi padre, las carcajadas de Dora y yo en el centro de todo, como un títere con los hilos rotos”. Reflexionemos en la frase: “títere con los hilos rotos”. ¿En dónde queda el vínculo, esos hilos que lo unen con la existencia? El final: “Qué falto de originalidad soy. Debí haber discurrido algo ingenioso. Y el techo sigue azul y el Lohengrin sigue sonando”.
El personaje que conocemos en De perfil, es mucho más vivaz, incluso muchas de sus escenas son optimistas, sin dejar de lado, el reflejo de una clase media egoísta y soberbia. José Agustín tanto en La tumba, como en esta novela, logra una radiografía perfecta sobre estas sociedades, por ejemplo, la dinámica sexual entre los jóvenes patrones con las sirvientas que sirven de conejillas sexuales, pero también, su lugar como simples objetos y como testimonio de una sociedad que es racista y discriminatoria. Dice: “¡Que te pasa maldita india”! Rodolfo está por entrar a la prepa y está ansioso de que ocurran cosas, como deben ocurrirle cosas al adolescente. Su lenguaje evoluciona e imprime una sinceridad franca a las vivencias que narra, su forma de pensar y su relación con su medio ambiente.
Ciudades desiertas (O me estás matando Susana), publicada en 1982, se centra en la relación amorosa entre Susana y Eligio y en la que aborda la distancia, la ira, los idilios complejos. El hilo conductor del relato es la búsqueda de Susana, quien parte cada vez que puede, pero esta vez, porque le proponen una beca para formar parte de un programa de escritores en una pequeña ciudad cercana a Chicago. Se trata del Programa de Escritores de la Universidad de Arcadia que invita, durante cuatro meses, a escritores de todos los géneros literarios y de todas las nacionalidades a participar en sesiones y talleres. La historia comienza y termina en México, pero la mayor parte se desarrolla en Estados Unidos.
Es muy interesante la visión de José Agustín y la simbología que adquieren los dos personajes-naciones: Susana y Eligio / México y Estados Unidos. Arcadia es el lugar idílico que, sesión a sesión, comenzará a derrumbarse como si éstas fueran patrias que no logran ponerse de acuerdo. O lo hacen, después de las bebidas: “El palestino terminó su exposición y todos salieron desbocados a la mesa de bebidas. Cuando más o menos se restableció la calma y los eructos de cerveza disminuyeron, Wen pidió que se hicieran preguntas”.
Susana cambiará el curso de su vida y Eligio se verá en la necesidad, por amor, a ceder ante los deseos de Susana. Ciudades desiertas es muy clara en esto: la autonomía de la mujer con toda la extensión de criterio. Finalmente me voy a referir a La miel derramada, se publicó en 1992 pero yo tengo la edición de 2012 que lanzó editorial Debolsillo, con prólogo de José Eugenio Sánchez. Es una antología muy personal, en la que José Agustín recoge los pasajes más eróticos de su obra literaria. Se sabe que no le gustó la portada de la primera edición, le faltaba empuje, algo que fuera más cachondo, más ardiente. Eran los supermercados que no podían vender libros con tapas sugerentes.
La miel derramada reúne pasajes de sus novelas que se pueden leer como cuentos. Erotismo y humor van de la mano. Sí, me he reído bastante, me he sonrojado y en algunos momentos, he tenido que cerrar los ojos (para imaginarme con más luminosidad la escena). Les recomiendo leer o releer “Me calenté horrores”, “El lugar no es apropiado”. “El lado oscuro de la luna”. “La reina del metro (y otros cuentos)”.
José Agustín para mí es un escritor que cumplió sus deseos: colocar a la adolescencia en el centro de la mesa, con todo lo que ello implica; invitar a la reflexión de un México al que le siguen aquejando problemas como la desigualdad, corrupción, apatía, cierto aburrimiento; jugar con el lenguaje y sus posibilidades, jugar con el erotismo. Bien afirmó Mario Vargas Llosa: “Sin erotismo no hay gran literatura”. Las obras de José Agustín, como afirma Eduardo Barraza en el texto “José Agustín: cronista de la rebeldía y la condición humana en México, publicado en Bario Zona [https://bit.ly/4az1NE8], “han resonado en el corazón de miles de personas por su capacidad de retratar las complejidades de la vida, con honestidad, humor y una profunda humanidad. Cierro con el siguiente pasaje de La miel derramada, como sugerencia, como provocación:
“Cornelia se volvió a mí, sonrió y tomó una de mis manos para colocarla sobre su seno. Ahí fue cuando me dije uh, parece que tiene muy chirris los chicharrones, medios jodidones, ¡y trae brasier!, ¡qué fresa! ¡Cómo brasier! Ni pedo Alfredo. Llegamos a la casa y ni nos molestamos en despertar a Ernesto: lo dejamos en el coche, durmiendo la mona mientras yo le llegaba al mono de su esposa. Llegando a la sala Cornelia me empezó a besar, a meterme la lengua, a cachondearme y me cae que hasta ella me encueró. ¡Cámara esta vieja sí está heavy!, me dije, con mi natural sagacidad. Me sentí un poco ridículo estar ya de plano encuernavaca mientras ella continuaba vestida, y quise quitarle el vestido pero nomás no hubo cómo, porque la pinche Cornelia me estaba haciendo sentir the little death (la pequeña muerte) al tocar la trompeta dispuesta a tragarse la melodía. Total, logré alzarle el vestido para bajarle las pantaletas ¡pero no tenía pantaletas! Wow! Palabra que me calenté horrores: era la primera chavacana que llevaba brasier y no usaba pantaletas. Cornelia tenía bien mojados los peligros de la juventud. […] Sin decir nada se levantó de repente y yo me quedé de a six, diciendo what what, dónde firmo. Ella apagó la luz y salió y luego regresó encuerada y con algo en las manos. ¡Era un látigo, me cae, un puto látigo…”
*Texto leído en Casa Mudéjar durante la charla “Literatura, rock y otras rolas. Homenaje a José Agustín”, realizada en coordinación con la Secretaría de Cultura de Coahuila y el Instituto Municipal de Cultura y Educación de Torreón. Contó con la participación y comentarios del escritor Andrés Ramírez, la poeta Nadia Contreras y el periodista Saúl Rodríguez.
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