El alma alza vuelo


Dentro del repertorio de películas favoritas esta sin lugar a duda El sexto día, película estadounidense de acción y ciencia ficción del 2000, dirigida por Roger Spottiswoode y protagonizada por Arnold Schwarzenegger. La trama se sitúa en un futuro cercano donde la clonación es una realidad, pero está restringida por la “Ley del sexto día” que hace referencia al libro del Génesis, donde Dios creó a Eva a partir de la costilla de Adán, y en la cual se prohíbe la clonación humana. Adam Gibson, un piloto de helicóptero, al regresar a casa descubre que alguien idéntico a él ha usurpado su lugar, lo que desencadena una serie de eventos relacionados con la clonación y la identidad. Película palomera, como dicen, pero que funciona en tardes agradables con la familia; tardes bellas y perfumadas en palabras de Bartolomé Mitre, el poeta; esas tardes en que “el cielo todas sus galas ostenta, en que la brisa y la flor nos hablan con voz secreta”. 

El tema, sin embargo, sigue dando mucho de qué hablar: ¿Hasta qué punto se debería permitir la manipulación genética? ¿Qué derechos tendrían los clones sobre sus predecesores? ¿Cuáles son los límites éticos de la ciencia?, son preguntas “de cajón”. Hay una frase de Adam que me deja pensando. Su amigo Hank Morgan (interpretado por Michael Rapaport) insiste en que el avance tecnológico no debe verse con malos ojos y, sugiere, que clone en Re-Pet a la mascota de su hija Clara, un perrito que acaba de morir. Adam, no corresponde con estas ideas y, usar una afeitadora antigua, lo hacen “sentirse vivo”. 

“Estar vivo” o “sentirse vivo”, significa cosas diferentes para cada uno. Para los existencialistas como Jean-Paul Sartre y Martin Heidegger, “sentirse vivo” está estrechamente relacionado con la noción de autenticidad y la toma de decisiones conscientes y responsables. Según ellos, la autenticidad implica vivir de acuerdo con nuestros valores, es decir, comprometiéndose plenamente con la vida, en lugar de simplemente dejarnos llevar por las circunstancias externas. En contraste, los filósofos como Epicuro y Lucrecio, sostienen que “sentirse vivo” está vinculado a la búsqueda del placer y la satisfacción. “El placer es el principio y fin de la vida feliz”, escribió Epicuro. Para ellos, la felicidad se encuentra en la ausencia de dolor y en la búsqueda de placeres simples y moderados, como la amistad, el disfrute de la naturaleza y la satisfacción de necesidades básicas. Los filósofos orientales, también abonan en el tema. Lao Tsé o Laozi y Confucio, afirman que la vitalidad humana se encuentra en la armonía con el universo y la realización del dao o el camino. O lo que colma el espacio vacío. ¿De qué llenamos el cuenco de nuestras existencias? 

Planteo otra pregunta que, no obstante, se opone al hecho de sentirnos vivos: ¿En qué momento dejamos de sentir?, ¿Se le puede llamar a esta tendencia apatía, frialdad emocional, desinterés, enajenación? Habría que revisar a fondo lo que está sucediendo. Los expertos en psicología creen que este comportamiento es una forma de defensa emocional. El mundo se percibe como abrumador o amenazador. Algunas personas actúan con distanciamiento para protegerse. Dicen: “La falta de conexión emocional puede llevar a una sensación de vacío y soledad, incluso en medio de la interacción con otros”. 

Reconozco que alguna vez experimenté ese distanciamiento. Había una especie de cortina blanca que me separaba de los demás. O en lugar de cortina, un muro que me impedía mirar, escuchar, sentir. Ese muro estuvo ahí mucho tiempo; aún está, cuando sin conocer la razón, me ausento, me aíslo. Cada vez ocurre menos, afortunadamente. Para el personaje de la película, “sentirse vivo” consiste en experimentar (y sufrir) de los pequeños errores y saber, claro está, que somos finitos, puesto que nuestra existencia en el mundo tiene un término. Hay sobre este “sentirse vivo” un cuento que ahora recuerdo. Lleva como título “Estate violenta” y forma parte del libro La rebelión de los niños, de Cristina Peri Rossi. Lo leí hace muchos años y en ese momento había considerado al deseo, por decirlo de algún modo, motivo del texto. 

El título del cuento, en italiano, es un guiño a la película de 1959, que se tradujo en español como Verano violento, dirigida por Valerio Zurlini y protagonizado por Eleonora Rossi Drago y Jean Louis Trintignant. Leamos: “Delante de Ana, en el bar armonioso lleno de plantas y de madera, la música de Verano Violento era un mensaje secreto e íntimo”. En la trama amorosa se unen los protagonistas, una viuda (Ana) y un joven (Julio). Para completar el triángulo está el tigre que en el zoológico clava su mirada lasciva en Ana. Los contextos sociales tanto de uno como de otro son muy diferentes, sin embargo, lo que me interesa aquí es el “despertar” de Ana motivada por los sueños y fantasías que tiene con el tigre. Es un texto simbólico en el que se abordan temas como lo femenino, lo salvaje, lo irracional, lo fascinante, lo revelador.

Ana, a lo largo del relato, recupera la vitalidad. En una de las escenas, por curiosidad, se tira a cuatro patas como el tigre y se deja llevar por otra realidad sensorial que no había experimentado, o tal vez sí, cuando niña, pero ahora, su historia es otra: “sus movimientos carecían de gracia y de elasticidad, era difícil avanzar de una manera armoniosa y sus gestos carecían de cualquier sensualidad, como le denunció su imagen en el espejo. El balanceo de las caderas no correspondía al de los hombros y su cintura carecía de flexibilidad. ¿Alguien podía amarla en esa posición? ¿Alguien reconocería su olor de mujer, en cuatro patas, golpeándose contra los muebles y sin poder elevar mucho la cabeza?” Hay otra escena que puntualiza el acto de (re)descubrir el roce en el cuerpo: “En la oscuridad, sus manos buscan las esquinas de los muebles, para reconocer el espacio, para apoyarse. Los dedos, largos y finos, tocan los bordes de una silla, luego la sedosa felpa del sofá, el frío de un vaso con agua. Vuelven, anhelantes, a acariciar la felpa del sofá. Se detienen ahí. Rozan la superficie aterciopelada. Imagina el corto vellón crispado en la caricia. La felpa del sofá verde, como un suelo sembrado. Y los bordes del sofá, sobresalientes, parecen huesos recubiertos por piel”. 

Vean lo poderoso que es volver a acariciar la felpa de sofá, esa superficie aterciopelada, ese vellón crispado en la caricia. De ahí que el cuento de Peri Rossi no se trate sólo del deseo sino de vivir, vivirse, y eternizarse. En El sexto día ocurre algo similar. El personaje que interpreta Schwarzenegger, quiere “sentirse vivo”, es decir, vivir el alma, esta experiencia profundamente subjetiva arraigada en la percepción y la experiencia personal. Pero no el alma individual sino la que se alza en el vuelo de otra, de otras. Bien lo dice el poema de Ricardo Gutiérrez: “tu alma en sus alas alzará mi vida, / mi alma la tuya subirá en sus alas / hasta ese mundo /de la esperanza”. ¡Que se alcen, pues, nuestras almas!

Fotografía de Pexels.

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