He decidido dejar de usar el celular de manera excesiva. No me considero nomofóbica, nunca ha interrumpido mi trabajo y tampoco pierdo el control, digamos, si en algún momento lo olvido en la casa, en la oficina, o en casa de mis padres. Sin embargo, sí estoy acostumbrada a leer bastante en él, enterarme del mundo y mirar, por un buen lapso de tiempo, conciertos y videos de gatos, afición que comparto con varias amigas que aprecio. No me interesan las películas, los juegos, ni otras cosas por el estilo. Leo en el celular y en el Kindle.
Me aterra recibir una llamada, por ejemplo, del trabajo y no responderla de manera inmediata o, un mensaje, y no darle seguimiento. O una notificación urgente, o algo, en lo que deba actuar. Esto es lo que me ha atado al móvil y, por supuesto, en el límite, me estresa, e incluso, no me permite aguzar los sentidos a lo que sucede a mi alrededor. La computadora, no se diga, es sinónimo de trabajo permanente.
En el viaje que hicimos recientemente el marido y yo, los dos optamos por dejar computadoras y sólo llevar en el bolsillo el celular. Funcionó. A los pocos días comenzamos a sentirnos libres. A nuestro regreso, he procurado que el celular se quede en el escritorio para establecer de manera plena un diálogo con mi alrededor y con las personas que han colmado la casa en estas fiestas navideñas. Escuchar y mirar. Sobre todo, mirar, capacidad que creo hemos perdido con los años. No sé si en algún momento los sitios que visitamos prescindirán de la decoración, de las luces y los colores llamativos, de los cuadros u objetos. En verdad, ¿quién los apreciará? Quizá deberíamos proponer un equilibrio, dejar el uso de las pantallas o usarlas cuando se requieran y volver a la mirada para no sólo percibir los aspectos de la realidad sino para cuestionar la naturaleza de las cosas y, por supuesto, de nosotros mismos.
He dejado el celular en el escritorio y permanece ahí mientras observo el sol filtrarse por las cortinas oscuras de nuestra habitación; he visto la rutina de los pájaros y de quienes transitan por la calle, la mayoría de las veces cambiándose de acera, por temor al pastor alemán que ocupa el patio de la vecina. Hemos salido a caminar a los alrededores y he visto de cerca que la colonia ha cambiado desde la última vez que la observé con esmero. La vida no se ha detenido, pero nosotros sí lo hicimos, en algún momento, porque los rostros, las fachadas son diferentes y queda poco de cuando llegamos a vivir a este sector de la ciudad.
No condeno a la tecnología ni mucho menos minimizo las ventajas que nos ofrecen tanto en la comunicación instantánea, el acceso a la información. Si hablamos de navegación y mapas (Google Maps es de gran ayuda para quienes no contamos con la habilidad de aprendernos rutas y direcciones); y no hablemos de fotografías, música, videos, compras en línea, bibliotecas, librerías, recursos para la edición y publicación de libros, incluso de acceso gratuito... Hablamos de infinidad de recursos para todas las áreas del conocimiento. Dije equilibrio y lo sostengo.
Hace días leí la columna “¿Por qué somos kafkianos?” de Monika Zgustova, publicada en El país, y fue muy clara en qué tanto la tecnología y lo que ahora llamamos “sistema” ha controlado nuestras vidas. “En el mundo actual, los movimientos de las personas se controlan a través de las aplicaciones, igual que los funcionarios de El proceso controlaban los horarios y hábitos del protagonista”. La columna nos recuerda que, en el 2024, se conmemora el centenario de la muerte de Franz Kafka, autor de este libro y otros como La metamorfosis y El castillo. Aunque el texto de Monika tiene otra intención, no dejó de ahondar en la idea que expongo aquí. Zgustova escribe: “Los personajes kafkianos, huraños y solitarios a su pesar, recuerdan la sociedad contemporánea cada vez más autista que pasa más tiempo mirando las pantallas de los móviles que conversando con las personas reales”.
Hace ya muchos años se empezó a manejar el concepto “nativos digitales” para referirse a los niños que han estado en contacto con las tecnologías desde las primeras etapas de la infancia y que saben utilizarlas de forma espontánea o instintiva. Actualmente, según diversos estudios, lo que se genera no son “nativos digitales” sino “huérfanos digitales”; el consumo pasivo de productos en estas edades tempranas "no es formativo ni asegura el desarrollo de capacidades tecnológicas, más bien al contrario".
Dejar el celular y la computadora, además, me ha vuelto más activa. Comencé a caminar más y a realizar diversas tareas que implican el movimiento total del cuerpo. En mi caso, mirar el celular, leer o trabajar en él o en la computadora, es invertir horas y horas arrellanada en el sillón del escritorio, la cama o el sofá, no puedo de otra manera, estar de pie no es lo mío (Virginia Woolf, dicen, revisaba una y otra vez sus textos como si fueran pinturas, es decir, alejándose y acercándose con frecuencia para verlos desde distintas perspectivas. Escribía sobre un pupitre inclinado de 105 centímetros de altura). Si camino con el celular ya sea leyendo o respondiendo algún mensaje, me estampo. Si lo llevo es porque lo necesito, no para aislarme, no para dejar de mirar, escuchar, moverme.
Por cierto, sobre este tema hay una novela de Susana Tamaro que leí hace algunos años. Se titula Tu mirada ilumina el mundo y se centra en su amistad con el joven poeta Pierluigi Cappello, fallecido. Aborda el tema de la amistad, los cambios del mundo pasado y del actual, el sufrimiento, la fragilidad, la presencia o la ausencia de Dios, la poesía, la libertad… Hay un apartado en donde habla de la incursión de la tecnología y del internet a la vida de los personajes, obligándolos a hacer cambios profundos en su forma de hacer las cosas. Se ha normalizado entrar a cualquier aplicación y hacer un trámite, una transferencia, comprar lo necesario y lo innecesario. Los muy jóvenes quizá no entienden plenamente cómo sucedió. Si me preguntan, diré que todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos: un día marcábamos el número telefónico girando un disco o dial hasta llegar al tope; otro de manera digital y ahora basta con solicitarle a “Alexa”, a “Siri” o a “Google Assistant” que realicen la operación, junto con otras muchas tareas. Así de simple. Es con esta misma rapidez, que perdemos el contacto con el mundo. Tamaro, aborda este punto, y lo importante es volver a la mirada, a la escucha, a asombrarnos con cada detalle que nos brinda la vida. Leamos:
“Pero el uso de esta tecnología extraordinaria se limitaba en nuestro caso al cultivo de pasiones infantiles, pasiones de otro milenio, de otra era. Pasiones que, en su sencillez inocua, provocan la sonrisa de la mayoría. Construir maquetas de aviones, soñar con bicicletas, hacer un solitario en una tarde especialmente vacía’.
'Las veces, en cambio, en que llegaban a nuestras pantallas mensajes amenazantes y parpadeantes desde las misteriosas centrales del mundo telemático — «Haga una copia de seguridad», «Su memoria está casi llena», «Instale esta nueva actualización» —, nuestra dicha sosegada se transformaba en terror. No éramos capaces de comprender el lenguaje que hablaba, y menos aún de tratar con él’.
'En la década de los noventa, cuando en el momento más inesperado el primer ordenador que tuve mostraba una bomba con una mecha que se consumía — «¡error, error, error!» —, me iba corriendo de la habitación como si estuviera estallando un incendio a mis espaldas’.
'Cuando un mundo es ya grande de por sí, no puede haber otro. Y el nuestro era aquél: el fuego y la piedra, el agua y la nieve; las distintas sombras y los distintos ruidos de los bosques; las pequeñas criaturas que retozan por los arbustos y bajo los tallos, y las más grandes y complejas que caminan por los prados. No tener miedo de la infancia, no temer lo que se revela ante sus ojos”.
Fotografía tomada de internet.
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