¿Se puede borrar el pasado? Y si se borra ¿qué somos?


Conocí a Eleonora hace ya algunos años. Su interés sobre uno de los talleres de lectura que impartíamos en la editorial inició la comunicación y, posteriormente, las reuniones cada fin de mes. Hablamos principalmente de libros y de las cosas que nos sucedieron a lo largo de ese tiempo, aunque ella insista en día planos, inalterables. Es ama de casa, tiene dos gatos, pertenece a varios círculos de lectura en línea, vende productos de belleza y también productos de salud para atacar las diversas afecciones del cuerpo. Se ha especializado en esos temas y no vende por vender. Muchas veces la escucho decir: "Vaya al médico, no hay milagrosos en esto". O "este producto no le servirá, no crea todo lo que dice el Internet". Pierde, económicamente hablando, pero gana respeto y credibilidad entre sus clientas, porque principalmente son mujeres; dos cosas, dice, que un buen vendedor debe valorar.

Nos vimos justamente hace un mes. Muy cerca de su casa hay un café y en el último año ha sido nuestro lugar favorito. La vi un poco desanimada y consideré que con el café, la plática, el chismecito donde las vecinas son las principales protagonistas, saldría de esa especie de letargo. De antemano sé, que no es alguien que hable mucho sobre su vida, sus dolores o preocupaciones. En los talleres o círculos de lectura permanece la mayor del tiempo callada, pero sí atenta. "No me pidan opinar, porque no lo hare", replica.

Sé realmente muy poco sobre su vida porque de alguna manera así lo quiere. En su casa, son pocos los elementos que remiten a su pasado. Tiene una hija, pero su hija se fue a vivir hace muchos años a Canadá y desde allá le llama una vez cada quince días. ¿Por qué se hablan tan poco?, le pregunto, pero Eleonora se encoge de hombros. Por más que insista, la información llega hasta ese momento en que levanta los hombros. Como mencioné, no habla mucho y sus mensajes son cortos y directos. Si les mostrara nuestro chat entenderían a lo que me refiero. Además de cortos y directos, sus textos siempre manifiestan una preocupación: "El mensajero no llega, me extraña. Me dijeron que el paquete estaba en ruta". "Nadia, si las clientas vienen, no sé qué voy a decirles. Me da pena que tengan que volver". "Se me perdió el libro que me mandaste. Nadia, necesito el libro".

Tomamos café y hablamos. Días más o días menos, pero siempre hay un tema de actualidad en la mesa. Cuando las preocupaciones se disipan, hablamos de comida, de tejidos (aunque de esto último no sé nada) y de libros. Eleonora cocina muy bien, y a veces, me lleva comida recién hecha a la oficina. "La comida estuvo deliciosa", le escribo. Pero esta vez, mi amiga está más callada que de costumbre y al fin, me comenta, que en las últimas noches no ha dormido bien y ha soñado a su familia. "Eleonora, ¿cómo puede eso angustiarte? ¡Qué padre soñar con tu familia!", le digo, y su respuesta es fulminante: "Ay, Nadia, no entiendes nada".

No ahondó mucho en el relato de su pasado, pero sí habló de detalles que dan sentido a lo que le sucede. No ha visto a su familia desde hace más de cuarenta años; quienes la visitaron hace veinte, fueron dos sobrinos que se dirigían a San Antonio y llegaron de paso a la ciudad. Sin embargo, todo contacto con ellos se perdió y con aquella familia. No hay fotografías, no hay domicilios actuales. ¿Por qué? No lo sé. Sin embargo, en los sueños de Eleonora, vienen aquellos rostros: "Rostros muy ajados, muy marchitos. Veo, por ejemplo, a la que creo es mi prima Geovana, está muy acabada, muy vieja. Estamos en un velorio. El féretro ocupa el centro de la habitación, Geovana está enfrente de mí, y no puedo dejar de mirarla y también mirar a quienes supongo, se han ido. A su costado derecho está mi abuela paterna, cosa que es imposible, porque si viviera, tendría ciento veinte años. O más".

¿Carencia de memoria autobiográfica? No, no lo creo. Más bien, la necesidad de dejar el pasado allá, para vivir día a día el presente. Tenemos derecho al olvido, pero ¿no mencionar siquiera el nombre del padre, la madre, los hermanos? ¿Es tan fácil borrar la historia como si se tratara de un archivo o de una página web? Coincido con Eleonora que a lo acontecido le agregamos o eliminamos partes y más, si pretendemos que la narración sea interesante. Pero, ¿eliminar toda la página del pasado? A lo largo de la vida, la familia o una parte de esta; la familia del pasado o del presente, se vuelve un dique al cual asirnos, sobre todo, en momentos tempestuosos. Aunque una parte de aquella historia haya salido mal, a menudo hay otra que nos afianza y nos coloca de frente al gozo, a los paseos largos en auto, a las vacaciones al pie de la montaña, o al sonido ronco de la gran máquina para hacer el azúcar. Hay, algo, en ese pasado que nos salva: los abuelos, los tíos, los primos, las vacaciones de verano, la música, las tardes de cine o de paseos por la plaza.

Mucho de la escritura tiene la intención de retomar el pasado o la fabulación de éste. Es como una forma (lo será también la imagen fotográfica), de dejarlo patente, al alcance de todos. No sólo albergarlo en la mente propia sino en las mentes de quienes nos leen y que, en algún momento, puedan reproducirlo con los mismos detalles y las mismas palabras. O enriquecerlo con sus propias vivencias. Vivir la nostalgia o imaginarla para completar aquellas escenas, creo, es una manera de recuperarnos y recuperar también a los nuestros. "¡Vive el día a día, Nadia, no necesitas más!", insiste y me quedo con la pregunta atorada en la garganta: "Eleonora, al final de la vida, si no hay pasado ¿qué terminamos construyendo?".

Imagen de Pexels

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