El agua dentro de la cabeza, su fluir, lo terrible de su sensación aplastante. No el murmullo, no el chasquido o su caricia. Más bien, un pozo. Y dentro del pozo, el agua, sus imágenes se detienen o se aceleran. Ojalá se quebrarán para arrancarles lo oscuro, la contracorriente del tiempo que no termina en las cosas. Nuevamente, recorro los pasillos del hospital. No funciona mi cuerpo, surgen de él, dolores y esa parte que deambula en medio del suicidio como una crisálida. Olivia, ven a sostenerme. Si me hablas de la infancia está bien. Iremos a los campos de caña, a los establos. ¿Los rumores de la fábrica cortaban el viento? Recuerda: todo era dulce. A través de la pantalla miro cómo el líquido se extiende por mi cuerpo. El líquido amarillo, una vez que ha salido de la aguja, avanza a la par de la sangre, a la par de la respiración. Mi vientre es un tumor azul y verde. Mira, crece. Ven a tocar este tambor de sangre. Está a punto de reventar. Desciende la temperatura. Vas a entrar al quirófano. Mi madre hace la señal de la cruz en mi frente. No hay techo. O será que el techo tiene el color del abismo. ¿Será así el cielo, el infierno? ¿Y si las imágenes se solidificarán, por ejemplo, en ese descenso eterno, inamovible? Las horas también quieren hundirme en el pozo profundo. Es un continuo caer mientras mi cuerpo, cada una de sus partes, sus vísceras se aflojan o se constriñen en espasmos. Es de esta manera la otra vida. ¿Por qué no veo a mi padre? ¿Por qué no veo el hombre con quien vivo y es capaz de derrumbar las barreras y de sortear las desembocaduras? Pudiera sujetarme a la niebla o al humo pero ni las manos, ni las piernas responden. Ni siquiera respondo al llanto. El llanto. La escritura, sí, su verbo definitivo, puede sacarme a flote.
Fotografía tomada de Internet
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