Esta forma de sentirnos salvados

La altura tiene magia, tal vez exclusiva para quienes el riesgo representa un elemento más de la locura. ¿Cómo no moverse, tal vez un poco, para sentir el zangoloteo de aquella estructura metálica mientras se cruza el cielo, lado a lado? Arrojarse a la suerte y al destino era lo que me enardecía en una de las góndolas del teleférico. Es así como cruzamos la vida, con el destino a cuestas, mientras la ciudad se hace más pequeña al alcance de la mirada. Se abre la imagen, se abren otros escenarios, porque allá abajo, la ciudad sigue su marcha, su ruido cotidiano, su pasividad o agresividad.

Me quedo observando los tubos de acero que soportan las pilonas, su construcción robusta para permitir la circulación de las góndolas por ambos lados. ¡Cuántas cosas maravillosas tenemos a nuestro alcance! Pienso nuevamente en los trenes que, junto con los grandes puentes, me vuelan el pensamiento. Mientras llegamos a la cima, intento ver no el cielo ni las piedras grises a las que nos acercamos poco a poco. El funcionamiento de toda la maquinaria jala mis sentidos, esa combinación de tubos de acero, cables, balancines; la sincronía del motor, los frenos de servicio, el mando de control, sus estaciones.

Hay una correcta disposición en cada uno de sus elementos para que ocurra la magia y el asombro, una correcta disposición para que el viento pueda regalarnos su caricia fría una vez que se han abierto las puertas y descendemos. Las nubes están encapotadas y el gris es más fuerte. ¿Tú crees en las ánimas, las sombras / de los asesinados y suicidas / que vagan? Los fantasmas hacen rondas / en torno a un niño gris", dicen los versos de Delfina Acosta. El gris, el gris absoluto, que a veces duele tanto.

El recorrido es una pausa en el tiempo, una pausa larga y necesaria que se borrará cuando arribe la noche y se anuncie la lluvia. A cada paso, la lluvia arrecia. Aún dentro del coche, de la camioneta, la lluvia se siente como la premonición de la enfermedad. Esto sucedía en la infancia. La visita a los hospitales era obligatoria si llegaba a mojarme tan siquiera los dedos de los pies. La ducha era casi un milagro y tenía que hacerlo con la temperatura y las toallas debidas. Mojarme, así nomás: un charco, lavar el salón de clase (las monjas exigían que laváramos el piso y las paredes cada fin de semana), la alberca, la lluvia sorpresiva como la de ahora, eran sinónimo de inyecciones y tratamientos largos. Debo borrar todo eso, eliminar cada fisura de aquel cuerpo endeble para mirar las gotas resbalar por los cristales y sentirlas frías, una vez que hemos vuelto a la ciudad.

El paseo me ha dado tranquilidad, la tranquilidad necesaria para cortar de tajo ciertas preocupaciones. No entiendo el afán de hundirnos en asuntos que son imposibles de solucionar con sólo traerlos en la mente hasta altas horas de la madrugada. Mientras avanzamos, conversamos él y yo. Dentro, el cuerpo como una caja de resonancias, la temperatura, el ritmo, el cansancio, precisos. No puedo pedir más, quizá la vida así de aquí en adelante, esta forma de sentirnos salvados y, como afirma Ida Vitale, ser la salvación de algo.

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