Arder

Las noches se han hecho largas. El tiempo, dentro del cuerpo, es mínima alteración, pero comienza a quemarme. Soy un cuerpo en las brasas, un cuerpo que se ahoga bajo las sábanas. No sé en dónde comienza el incendio, si en la fisura donde hay una mano o un pie fracturados, o en la herida, esa herida que dejó excedidas las paredes. Tuvimos que cubrir el rojo brillante. El incendio crea huecos que se ondulan, doblan, rompen, acoplan lo que parece sombra, ficción, o simplemente, un sueño.

1) Soy un cuerpo radiactivo que manipulan hombres metidos en trajes grotescos. La sala es una nave, oscurecida. Manipulan una gran estructura que colocarán a mi alrededor, una especie de tumba, dicen, que protegerá el cuerpo radiante. Es el agente radioactivo, dicen, y mis poros son erosiones que favorecen la salida de esa sustancia tóxica. Pero si respiro, pero si hablo, pero si coloco las manos en lo que alguna vez fue un vientre engendrado, la contaminación será dominante. Soy una especie de reactor nuclear, los núcleos de mis átomos se han desintegrado. Soy una alteración, un mal funcionamiento. Despierto. Las sábanas no absorben la hemorragia.

2. El muñón cuelga del techo. Pensé, al principio, que era el muñón del brazo. Del techo se dejaba ver una mínima porción de él que poco a poco creció dejando en claro, la parte seccionada y la articulación inmediatamente proximal. Era un muñón ennegrecido. Alrededor de él se formó un círculo; brotaban hormigas también negras, hormigas insaciables. Rodeaban el muñón, lo devoraban velozmente dejando huecos, grietas, hilos de carne, hilos de sangre hasta convertirlo en una mancha que, en la interrupción de cambiar de posición o ajustarse a un nuevo sonido de la noche, la luz borró.

3. La ciudad es un avispero, encarnecen los coches, las voces de quienes la transitan, las fábricas, los centros comerciales. La ciudad grita mientras avanzo, mientras tomo sus banquetas, sus paredes. Me detengo. Lentamente desacelero el paso y, miro también, cómo el tiempo se detiene. Hay un reloj al frente que precisa la pausa, un reloj colgante, un reloj enredadera. El sonido, como la señal acústica del peligro, se ha ido. Quedan los gestos parsimoniosos de quienes ríen, gritan, estiran los brazos para alcanzar alucinaciones. Dentro del oído, el tímpano se ha hundido hacia adentro. El alrededor es breve pincelada, agitaciones dentro del vaso. Con los dedos formo peces, pequeños peces que se arremolinan entre mis piernas. El vaso es una pecera y el mar, su fondo traslúcido. El sonido, en el descenso, aún forzando la entrada de aire o moviendo la mandíbula, se ha sofocado.  Viviremos otro azar, será otra la manera de resistir estas cavidades. La luz afuera es de color gris.

4. La reunión agitaba los cuerpos. Tiempo atrás decidí cambiar las rutinas del amor; me había vuelto indiferente, neutral; arriesgar, era mucho para quien contemplará en el futuro, los jardines, los parques. Has envejecido, me dijo ella cuando me sujetó del brazo y caí sobre el sillón; no me asusté, lo esperaba. Quería un poco de violencia. Un golpecito, un empujón. Me había abierto por completo. Las luces que se desprendían del techo eran otra caricia. Formaban ríos y mi vientre era una fortificación de agua, sus movimientos, sus remolinos. Has envejecido, volvió a musitar. Pero los espasmos dicen otra cosa, respondí, lo que aumenta de tamaño, lo que envuelve, lo que se desnuda como una raíz, como un bulbo. Afuera, la noche y sus cristales.

Foto de Sergio Souza en Pexels

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