POEMA DE LA SEMANA Sylvia Plath y Ted Hughes, dos poemas


Les comparto en esta ocasión dos poemas. El primero de ellos lo tomé de Poesía completa (Bartleby Editores, 2008) de Sylvia Plath y el segundo, del libro Cartas de cumpleaños (Lumen, 2013) de Ted Hughes. Como vemos aquí, los dos poemas llevan un título homónimo y el segundo, busca prolongar la idea de Sylvia. Dejo también el enlace al canal de YouTube (transmisiones Parte I y Parte II) donde hablé de manera particular sobre el libro Cartas de cumpleaños y sobre la vida trágica de Sylvia y su obra.


UIJA
Sylvia Plath

Es un dios escalofriante, un dios de sombras
El que se eleva hasta el vaso desde sus negras profundidades.
En la ventana, los nonatos, los no hechos
Se congregan con la leve palidez de las polillas,
Con una envidiosa fosforescencia en sus alas.
Los bermellones, los bronces, los colores del sol
Que fulgen en la chimenea no los consolarán del todo.
Imagino su profunda ansia, profunda como la oscuridad,
Por el calor de la sangre que ellos bien podrían poner al rojo vivo o reclamar.
La boca de cristal succiona el calor de la sangre de mi dedo índice.
A cambio, el viejo dios babea, gota a gota, el flujo de sus palabras.
También él, el viejo dios, escribe poesía áurea
En modos deslucidos, desvariando entre los desechos,
Cronista imparcial de todo fétido declive.
La edad y las edades de la prosa han desatado
Su parlanchín torbellino, aplacado su excesivo temperamento
Cuando las palabras, como langostas, repiquetean en el aire al oscurecer
Y dejan que las mazorcas cascabeleen, roídas del todo.
Los cielos que antaño vestían una divina arrogancia azul
Se deshilachan sobre nosotros, descienden en forma de brumas
Adensadas con motas, para desposarse con el fango.
El viejo dios canta himnos en alabanza de la podrida reina
Con cabellos de azafrán que posee afrodisíacos más salados
Que las lágrimas de las vírgenes. Esa obscena reina de la muerte,
Cuyos agusanados mensajeros están en los huesos del dios.
Pero él sigue loando el flujo de ella, zumo de nectarina caliente.
Y yo veo al encendido bravucón, con su piel dura y tiesa, interpretar
La infinidad de pedernales que revuelve la hoja del arado
Como los ponderables indicios del amor de su reina.
El viejo dios piadoso, con mano temblorosa, no deletrea[136]
Ningún sucinto «Gabriel» con las letras de aquí
Sino, floridamente, sus nostalgias amorosas.


OUIJA
Ted Hughes

La Ouija siempre trae malas noticias.
Sacamos el alfabeto, bordeamos la arena
de tu mesa de la sala con letras.
Dos confines: «Sí», a un extremo. «No», al otro.
Nos acercamos, nuestros dedos corazón
sobre el vaso puesto del revés. La frivolidad
oscureciéndose para solemnizar la aprensión.
Respetuosamente convocamos a un espíritu.
Fue tan fácil como pescar anguilas
en la cálida oscuridad del verano. Apenas un minuto
y el vaso comenzó a husmear las letras,
dando vueltas pensativamente. Al fin, «Sí».
Algo había allí. Un espíritu se ofreció a ser nombrado.
Ella empezó a construir su nombre. Y estaba
desesperada, deprimida, patética. Inventaba
respuestas macabras y sombrías. Cada respuesta
era putrefacción o gusanos o sencillamente huesos.
Dejó un peculiar sentido de culpa, un sucio
sentimiento de peligro, la sensación
de que harían falta días para limpiarnos
de la polución. Algún oculto carterista
había rasgado la seda del alma y nos había tocado.
Pero nos lo explicamos fácilmente: alguien marginado
de otro sueño había encontrado el camino al vaso
donde el poder se le había subido a la cabeza.
Mucho mejor
que pescásemos una clarividencia desacreditada,
asumir que cantamos en todas las ondas de la creación,
sincronizar la Ouija a las frecuencias
de la omnisciencia, de la profecía.
Cuestión de localizar al espíritu adecuado.
Una vez más nos asomamos
al brocal de las letras y gritamos,
en el pozo de la Ouija. Esta vez
anunciamos las peticiones con firmeza
y a medida que el vaso comenzó a merodear, repetimos
con claridad las cualificaciones requeridas.
De repente el vaso, en un silbante floreo,
casi fue arrancado de nuestros dedos hacia el «Sí».
Como si hubiésemos pescado un pez justo en la superficie.
Este prometió tan sólo la verdad. Para demostrarlo
ofreció rellenar la quiniela de fútbol de esa semana
y hacernos ricos en sólo cinco minutos.
Eligió trece empates. «No son muchos.»
«Los suficientes», replicó. Y tenía razón.
Pese a lo largo de la columna de partidos,
sus trece empates certeramente marcados,
el grupo entero quedaba a la deriva por un solo partido
pendiente de resultados futuros. «¿Demasiado impaciente?» «Sí.»
Pidió disculpas. Juró que se corregiría.
Cinco días entonces de cautela y silencio interior.
Por fin, al acecho, dispuestos a apuntar.
Y otra vez, entonces, sacó el número entero,
dieciocho, precisamente. Pero su equipo, certero
si no hubiera estado dividido
y a la deriva por dos grupos de sentido opuesto,
dos delante, tres detrás –cayó
a través de la red de seguridad que había preparado para sus errores.
«La fiebre del juego le está empezando a poner nervioso.
Se toma demasiado interés en algunos equipos.
Busca ganadores y perdedores, y pierde
la solidaridad natural con la verdad.
Hay una lección en ello», pensé, observando,
semana tras semana, su colapso con el azar,
malbaratando esperanzas y fantasía, humano y ansioso.
Prefirió hablar de poesía. Hizo poemas.
Dictó uno:
«No tendrá nombre.
La miríada de hijas
ocupándose de su imagen
lavando con lágrimas las laderas de la montaña
para satisfacer la sed de las resecas llanuras».
«¿Le parece un buen poema?»
pregunté. «Este poema», declaró,
«es un gran poema.» Su poeta preferido
era Shakespeare. Y su poema favorito El Rey Lear.
¿Y su verso favorito de El Rey Lear? «Nunca
nunca nunca nunca», pero
no pudo recordar lo que seguía.
Nosotros lo recordábamos pero él no podía.
Cuando le presionamos, dio vueltas, confuso, luego:
«¿Por qué siempre me confunden?
Me cortaría el brazo a hachazos como una rama podrida
si me hubiera traicionado como mi memoria».
¿Dónde lo encontró? ¿O lo inventó acaso?
Era una broma rara. Le gustaban las bromas.
Pero normalmente era serio. Una vez, arrimados los dos, pregunté:
«¿Seremos famosos?», y tú apartaste la mano hacia arriba
como si alguien la hubiese agarrado desde abajo.
Destellaron tus lágrimas, tu cara estaba convulsa,
tu voz se rompió, era a la vez trueno y relámpago:
«¿Y salir a la luz? ¿Es eso lo que queréis?
¿Por qué queréis ser famosos?
No lo veis, la fama lo arruinará todo».
Me quedé atónito. Creía haberme unido
a tu empresa de ambición
para complacerte a ti y a tu madre,
para cumplir la ambición de tu madre
de que fuéramos ambiciosos. De otro modo
hubiera estado en el oeste de Australia
pescando en una roca. Así me pareció de repente. Y lloraste.
Te negaste a seguir con la Ouija. Nada
de lo que se me ocurría explicaba
tu impresión y tu llanto. Tal vez,
simplemente, habías cazado un susurro que se me escapó,
antes de que nuestro vaso se moviera, una débil y quieta voz:
«Vendrá la Fama. Especialmente para ti.
La Fama no puede evitarse. Y cuando llegue
la habrás pagado con tu felicidad,
con tu marido y con tu propia vida».


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