Un día antes habíamos leído poemas sobre la lluvia. Mientras escuchaba la voz de Lulú, volví a la casa paterna donde la lluvia era común en los meses de agosto y septiembre. Sobre todo, septiembre. Escuché el chasquido del agua en las hojas de los árboles, sobre la lámina que cubría la pila y el lavadero. Lulú tiene una voz espectacular y sabe leer poesía.
Regresé a casa y los versos del poeta Efraín Bartolomé, resonaban en mi interior. Así me fui a la cama: "Ayer salí a caminar bajo la lluvia en ruinas: algún día estaremos / paseando entre estos árboles, contemplando estas piedras. // La lluvia hace sentir un aire tembloroso que llega hasta los huesos, / y se va por segundos y regresa, más callado que antes todavía". Los repetí una y otra vez, hasta que el sueño me devolvió sus imágenes.
Comenzó a llover. Era el olor de la tierra húmeda, ese rumor de hojas, los charcos que luego serían espejos. De mi parte, hay un afán por ser la humedad, ese espacio traslúcido. La lluvia sobre el techo de la casa y también en su interior. No hablo de la lluvia como una catástrofe, antes bien, de una lluvia mansa que lentamente empapó los muebles, la cocina, las habitaciones. Ellos no podían hacer nada; ellos no podían salvaguardarme de esa lluvia como cuando niña me metían a empujones a la casa mientras otros se manchaban de lodo la ropa.
Vuelvo a los versos y también a los pasillos blancos del hospital. Era urgente bajar la fiebre, era urgente el hielo para apagar la llama abrasadora. Mi cuerpo rompía los termómetros. No recuerdo lo sucedido, reproduzco aquí la historia que es eco en la familia. En aquellos años debieron bañarme con agua tibia, en lugares sumamente cerrados, evitando así la corriente de aire.
Era prescripción médica también quedarme sentada en las fiestas con mi vestido y mis zapatos nuevos. Me quedé sentada mirando los juegos de otros, las carreras al monte, a la piedra que servía de resbaladero. Llegué a ir un par de veces, y también caminé descalza sobre los charcos del jardín. Lo hacía a escondidas y con la prisa de quien se sabe vigilada por ojos sobreprotectores.
La lluvia seguía mojándome. Era una lluvia fuerte. No quise correr, ni brincar, ni saltar, ni mojar a aquel otro imaginario, a aquel otro del sueño. Me quedé de pie, mientras el agua caía sobre mi cabeza, mis hombros; de pie, en el centro de esa revelación, ese paraíso.
Texto publicado en
El comentario semanal, suplemento cultural de la Universidad de Colima y
CultoGrama, prensa cultura.
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