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El libro de los abrazos (Siglo XXI, 1993) Eduardo Galeano escribe lo siguiente: “No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fueron bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende”.
Pero qué difícil. Y más si se coincide con personas que prefieren estar en el otro extremo. Están lejos, por ejemplo, de la reunión familiar, el diálogo sobre la mesa, la sala o bajo los árboles y aquellos secretos que pululan entre las hojas.
A estas personas se les hace tarde para huir con la orfandad quemándoles los huesos. Les salta el coraje de no sé qué por la nariz, la boca. Los poros se les llenan de ácido y revientan. Si una mujer habla, por ejemplo, la agresividad de éstas salta con la certeza de quien lleva un cuchillo en la mano. No caben en el libro de Galeano. ¿Vivir así? Preferible la luz en la extensión de los asombros.
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¿Nacimos para matarnos? Dos ejemplos fundamentales: Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik. En ambas, la combinación perfecta de lenguaje y alucinación. Si nos ponemos curiosos, la lista de suicidas es interminable, como libros, cuentos, poemas, etc.
Vienen a mi memoria tres poemas en particular: “Veo vivir mi oscuridad. / La veo hasta el fondo: / aún allí es mía y vive” (Paul Celan); “El aire tenso y musical espera; / y eleva y fija la creciente esfera, / sonora, una mañana: / la forman ondas que juntó un sonido, / como en la flor y enjambre del oído / misteriosa campana” (Jorge Cuesta); “En contra tuya volaré con mi cuerpo invencible e inamovible, ¡oh muerte!” (Virginia Woolf).
Kafka, en cambio, con absoluta ironía, insistirá en la felicidad: “No estén tristes, ya que existen la naturaleza, la libertad, Goethe, Schiller, Shakespeare, las flores, los insectos, etc”. La tarde es un sinfín de preguntas y respuestas que se encienden y se apagan. La realidad nos somete. Así nos ahogamos, así partimos.
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Tal vez uno espera que el estado natural de la vida sean los acuerdos. Esa sensación de haber llegado a algún lugar. No obstante, como parte de los itinerarios del hombre, están las rutas del propio beneficio. Esto no es algo nuevo. La historia general aborda esta disputa.
Parte de un instinto natural, la lucha se repite en casa, en la oficina, en las filas de los supermercados, por ejemplo. Todas las cosas del mundo, son tentadoras y las del espíritu, son simples travesías. De ahí, que el hombre busque todo lo necesario para estar en contacto con las primeras. Esto, en el plano personal.
El problema radica cuando se aplica en las decisiones que moverán a un país. Entonces las ideas flotan en el aire como mariposas y las ideas toman forma, sugieren un color, una intención. Y en el éxtasis, el hombre vuelve a su antiguo instinto. Firmará o hablará a favor de, pero cuando se le otorgue alguna comodidad para su propia destreza. El hombre se acostumbra rápido a esta forma de llenar papeles que sólo dicen otra cosa de su oficio. Entonces ¿a quién otorgarle el poder? ¿a quien evita a toda costa mirar sus atrocidades? Definitivamente no.
Texto publicado originalmente en
El comentario semanal, suplemento cultural de la Universidad de Colima y
CultoGrama, prensa cultura.
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