No comprendo el hecho de que los hijos, una vez fallecidos los padres, desaten entre sí, incontables pleitos, demandas, acusaciones, etc. Y lo peor de todo es que la batalla es infinita como la guerra. Borges es contundente cuando se refiere a ésto: “Cuando los jugadores se hayan ido, / cuando el tiempo los haya consumido, / ciertamente no habrá cesado el rito”. Si se llega a un arreglo, siempre queda el resentido y aquél, que por supuesto, tomó ventaja. El poeta, Oscar David López, en su poema “Testamento” publicado en la revista Bitácora de vuelos (www.rdbitacoradevuelos.blogspot.mx), lo ilustra de la siguiente manera:
Y en la escena de la herencia
habrá un nuevo deceso por una silla
disputada entre dos tías
solteronas emputadísimas:
que a una por maquillar a la difunta,
que a otra por cambiarle los pañales.
Las dos muy altas, arregladas, dignas
abrillantándose los colmillos:
que el juego de té, el collar de rubíes, la cama
estilo Carlota y Maximiliano y demás enseres
para la tía Enriqueta y para la tía Dorotea, nada
porque nada es igual a sin muletas nadie anda.
[…]
Aunque el poema tiene otro trasfondo, lo que ocurre entre los familiares del fallecido/da es muy parecido al texto. Insisto en lo anterior porque aunque soy hija única, alguna vez pensé en aquellas cosas que mi padre me dejaría por herencia, claro, sin rivales, ni pleitos.
Cuando vivía en Quesería, siempre le pedí que me dejara la casa de la colonia. Una casa hermosa, de terreno basto, mucho espacio para sembrar árboles, mirarlos crecer y dieran sombra en el ocaso de mis días. Le insistí, pero las devaluaciones obligaron su venta. Después de ahí no pensé en herencias ni legados, sólo hasta hace un par de días que mi padre llegó con una maceta y en ella, un pequeño tallo de árbol de durazno.
No había reparado en los árboles que hay en casa, ahora en Torreón, hasta que tuvimos que forzar un espacio para plantarlo. Mi padre me ha regalado en los últimos años alrededor de cinco árboles que nos cubren con su sombra. La casa de la infancia estuvo siempre llena de árboles y ahora mi casa también lo está. Y es aquí donde me viene a la mente esto de las herencias.
Mis padres entonces, acaso sin pensarlo, le han apostado a otro tipo de legado. Árboles fuertes frente al sol, la lluvia, el día o la noche. “El árbol jamás duerme, dice Vicente Aleixandre, es una dura pierna de roble, un muslo que en la tierra se yergue como la erecta vida”. Veo crecer los árboles, mover sus ramas al tiempo que el viento agita bocanadas de polvo y calor, y creo en una vida que no sólo se llena los bolsillos con dinero y propiedades. Es otra la mirada, buscar algo más allá de uno mismo, más allá de ese doblez que nos representa en la avaricia, en la sinrazón, en la in/sospechada ceguera. Mientras, en cada uno de estos árboles, el brazo fuerte de mi padre, su corazón que resuena. Sí, eterno.
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