LA ESCRITURA DEL INSTANTE ¿Seré suficiente? Una pregunta heredada, por Nadia Contreras


La conversación arrancó sin aviso. Estábamos después de comer, medio adormecidas por la sobremesa, cuando alguien soltó un comentario sobre su familia. Otra agregó lo propio, luego una más, y de pronto todas estábamos metidas en ese territorio delicado: nuestras madres, nuestras historias, lo que cada una carga sin explicarlo demasiado. No voy a balconear a quienes participaron en esto, pero son mis amigas del alma… aunque faltaron varias más. Resultó extraño, pero muy revelador, escuchar miedos ajenos, dudas, heridas que todavía punzan. Me escuché hablar mientras otra parte de mí me observaba.

También existen las madres que rompen, digamos, la estadística, las que parecen salir de otro molde. No perfectas —nadie ni nada lo es—, pero con una manera de estar que deja una huella imborrable. Esas mujeres que sostienen sin invadir, que son francas, que brindan un cariño que no constriñe. Para ellas el amor no tiene que doler, y la casa —bueno, el hogar— puede ser un sitio donde se respira hondo y sin miedo. Sin embargo… de esas no hablamos hoy; esas, por suerte, no necesitan explicación.

En los libros aparece esa tensión una y otra vez. Pienso en Virginia Woolf, con sus madres luminosas que, cuando se van, lo desordenan todo. Lean a Woolf, pero dense también una vuelta por Elena Garro, que atrapa a la figura materna entre el afecto y el mandato social; y por Lispector, con esas mujeres volcadas hacia dentro, difíciles de alcanzar. Para mí, la obra de Lispector es siempre un enigma. Ahí estamos muchas: la hija que espera una palabra de validación y recibe ese silencio que pesa como un bloque; la que intenta destacar sin conseguir que nada baste; la que, adulta, sigue midiendo su valor con un patrón heredado, y es tan difícil deshacerse de él. Dicen que nos formamos según los primeros ojos que nos miraron. Si esa mirada, intencional o no, subraya la insuficiencia, quienes estudian estos temas dicen que la identidad se fisura. Aparece ese “nunca alcanzo”, incluso cuando nuestra vida, nuestros logros, nuestra huella dicen lo contrario. Y miren que verdaderamente dicen lo contrario.

Cada cultura coloca un peso distinto sobre la maternidad. En varias se asume que la hija es extensión emocional de la madre. Si la hija crece y toma otro rumbo, se abre un conflicto. No es falta de cariño: es la distancia entre la hija real y la hija imaginada. Del otro lado, la hija se queda cargando el mandato de “ser buena”, sin un manual que explique cómo se hace eso.

John Bowlby, a quien conocí hace poco gracias a mi psicóloga, decía —y vaya que tenía razón— que cuando la figura primaria es impredecible, cariñosa a ratos y crítica en otros, aparece el apego ansioso. Ese desamparo temprano se vuelve un ruido constante. En la lectura que he hecho de su trabajo —que es muy vasto— me doy cuenta de que demuestra algo simple y brutal: un cuidador sensible y estable puede sostener incluso a un niño con desventajas genéticas; la falta de constancia deja huellas que la adultez intenta maquillar sin lograrlo. Cuando falla este mecanismo, vienen frases que en algún momento he colocado en mi vida: “soy una carga”, “no soy suficiente”, “no voy a poder con la vida”.

Para muchas de las que estábamos en esa mesa, la madre es o fue luz y oscuridad al mismo tiempo. Me habría gustado haber leído más a fondo a Carl Jung antes de escribir sobre esto, porque seguramente tendría algo que decir sobre el arquetipo materno y sus pliegues simbólicos —conocen su fascinación por esos recovecos del alma—. Lo que sí podemos afirmar es que la maternidad se despliega en múltiples formas: maternidades biológicas cargadas de expectativas que, de tan altas, se vuelven imposibles; maternidades adoptivas atravesadas por dudas; maternidades afectivas ejercidas por abuelas, tías —aquí las nombro: tía Olivia, tía Clotilde—, mujeres que sostienen sin haber parido; y también maternidades rotas, marcadas por enfermedad, distancia o silencios heredados.

En familias con adopción —también aquí me reconozco— el dolor toma una textura distinta: “¿soy suficiente para que me elijan siempre?”. Me doy cuenta de que la marca del abandono —real o imaginado— puede quedarse a vivir ahí. Muchas veces he dicho que me siento como un árbol sin raíz: quizá mi fronda sea espectacular, pero nada hay bajo la tierra. Otro tema que salió fue el de las madres manipuladoras. No villanas de novelas o telenovelas, sino mujeres heridas por su propia historia. Entenderlo no significa justificarlo, solo reconocer el terreno.

Lo que he leído señala tres estrategias comunes: la culpa (“si no vienes, no te importo”), el sacrificio convertido en deuda (“todo lo que hice por ti”), y la fragilidad usada como ancla (“sin ti no sé qué haría”). La hija —o las hijas y los hijos; me refiero a “hija” porque en la sobremesa éramos puras mujeres— queda atrapada entre mensajes contradictorios: “sé libre, pero no tanto”; “acércate, pero no si vas a irte”; “te quiero, pero no así”.

A esa conclusión llegamos: la pregunta “¿seré suficiente?”, que me he hecho tantas veces, no puede responderla la madre. La adultez empieza cuando una misma lo hace. Cuando esa respuesta empieza a tomar forma, aparece algo parecido a la libertad. A veces duele, a veces tiembla, pero aparece. En mi caso, comienza a tardarse demasiado. Lo digo honestamente. Y ya me cansé.

Fotografía: Pexels. La intervención y edición fueron realizadas por el equipo que integra esta web.

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