
Hay poetas que escriben para cambiar el mundo y otros que escriben para mirarlo sin adornos. Ángel González (Oviedo, 1925 – Madrid, 2008) pertenece a los segundos, a esa estirpe de poetas que saben que el verbo no redime, pero sí acompaña. Su poesía es la crónica moral de un hombre que, habiendo perdido casi todas las ilusiones, decide conservar la inteligencia y un humor discreto.
González pertenece a la Generación del 50, ese grupo que heredó el silencio de posguerra y la necesidad de hablar con palabras nuevas. Su tono mezcla de conciencia social y desgarradura personal.
Ya en Áspero mundo (1956) está delineada su geografía moral: “Aquí, Madrid, mil novecientos / cincuenta y cuatro: un hombre solo”. La escena es nimia, pero el peso histórico es abrumador. No hay épica ni consigna, sólo un hombre enfrentado al vacío. Ese verso concentra la ética gonzaliana: el heroísmo cotidiano de sobrevivir sin mentirse. En lugar de referirse a las glorias de la patria o las miserias del enemigo, retrata al individuo común, fatigado; el individuo que camina hacia ningún sitio con la dignidad de quien todavía respira.
En “Poética (a la que intento a veces aplicarme)” confiesa: “Escribir un poema: marcar la piel del agua”. La imagen es tan frágil como reveladora: el poeta intenta dejar huella en lo inasible. Escribir es aceptar el fracaso de antemano, sabiendo que el agua borrará todo rastro. Sin embargo, esta decepción es también un gesto de fe; la idea del poeta es inscribir conciencia en el inconsciente, incluso, de convertir el caos emocional (recordemos la época en que se inscribe la propuesta poética de González), en forma.
Pocos poetas han sabido plasmar con tanta ironía y ternura la tragicomedia de lo cotidiano. Entre ellos podríamos incluir a Pablo Neruda, César Vallejo, Ernesto Cardenal y Nicanor Parra. Ayer, Roberto Guzmán, integrante del taller, comentaba que siente una clara afinidad entre este poeta y los versos de Pessoa; y sí, vale la pena volver desde esa mirada. También podríamos sumar a Ezra Pound, T. S. Eliot o Stéphane Mallarmé a este diálogo imaginario de influencias y resonancias.
En Contra-orden, uno de sus textos más combativos, el poeta declara: “Esto es un poema. / Mantén sucia la estrofa. / Escupe dentro”. ¿Qué nos quiere decir? Que la poesía no debe purificarse, sino contaminarse de realidad. Frente al poeta “prudente” que mira al cielo, González baja al barro. Ahí, entre los grafitis, los insultos y los escombros del lenguaje, encuentra la verdad. Para el poeta, la inmundicia no es decadencia, sino vida.
En textos como “Cumpleaños” o “Sin esperanza, con convencimiento”, González se enfrenta a la vejez con una mezcla de ironía y serenidad. “Para vivir un año es necesario / morirse muchas veces mucho”. Ayer no lo mencioné, pero esta línea me remite inevitablemente a buena parte de la literatura de Albert Camus. Recordemos que su obra también se pasea por la existencia desde la filosofía del absurdo, con una mezcla de lucidez, melancolía y un humor negro. Quizá el libro más cercano a la poesía de González sea El mito de Sísifo, donde Camus explica que la vida es como Sísifo, condenado a empujar una piedra eternamente, sin esperanza de final, y, sin embargo, encuentra libertad y dignidad al aceptar y enfrentar su tarea sin ilusiones.
Entonces, ¿cómo definir la existencia? No en un “para qué”, sino en el cómo: cómo elegimos vivir frente al vacío. Y la poesía de González nos dice que se trata de vivirla con conciencia, con pasión y con un toque de rebeldía. En esa línea hay un eco de Camus: vivir es una forma de resistencia frente al absurdo. El poeta no se engaña con promesas, pero tampoco se rinde.
En “Mensaje a las estatuas”, el poeta desmonta el mito de la eternidad: “El tiempo es más tenaz. / La tierra espera por vosotras también”. El poema puede leerse como una elegía al arte; sin embargo, considero que se centra más en una reflexión sobre la vanidad humana. Las estatuas —esas piedras gloriosas que pretenden vencer la muerte— terminan cayendo, vencidas por la gravedad del tiempo. Y es muy interesante, aquí, retomar ideas que podemos encontrar en otras voces, como la de Ciorán y Heidegger: lo vivo, lo mutable, lo imperfecto es lo único verdaderamente eterno. O, dicho de otra manera: lo que se niega a cambiar deja de ser.
Ángel González es, en última instancia, un poeta-testigo. No pretende salvar al mundo, sino entenderlo. Como ya dejé ver, a veces se ríe del pasado; otras, del futuro. Como en “Porvenir”, donde ironiza: “Te llaman porvenir / porque no vienes nunca”. Aquí está todo González: lúcido, cansado, tierno, burlón, y todavía humano.
Para finalizar, comparto que la poesía de González se revela como un juego delicado entre presencia y ausencia, entre la claridad y el misterio. Escribir, nos dice, es marcar la piel del agua; como ya mencioné, con otras palabras, es un acto etéreo que deja huella sin pretensión de permanencia. Y es aquí donde sus versos toman fuerza: abren un espacio donde el lector —o el hombre que contempla— puede reconocerse a sí mismo, o enfrentar, con honestidad, el desengaño de no encontrar nada.
Parte de la poesía de este autor la pueden encontrar en Material de Lectura — Cuento Contemporáneo y Poesía Moderna UNAM y la puedes descargar AQUÍ
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Ángel González Muñiz (Oviedo, 1925 – Madrid, 2008) fue un poeta destacado de la Generación del 50, cuya obra logró atravesar los límites de la poesía española y alcanzar reconocimiento más allá de su país. Su voz combina la profundidad de lo íntimo con una mirada irónica y coloquial sobre la realidad, abordando tanto cuestiones personales como sociales con sorprendente naturalidad. Desde muy joven, la guerra civil española dejó una huella en su sensibilidad, y ese recuerdo permea parte de su poesía. A lo largo de su carrera, González recibió invitaciones para dar conferencias sobre poética en países como México, Venezuela y Chile. Además, fue miembro de la Real Academia Española, ocupando el sillón de la letra “P”. Entre sus obras más conocidas se encuentran Sin esperanza, con convencimiento, Tratado de urbanismo y Nada grave, libros que muestran su maestría para unir ironía, lucidez y una profunda comprensión de lo cotidiano y lo humano.
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