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Fotografía tomada de El Siglo de Torreón |
El día de ayer, 03 de septiembre de 2025, en una actividad organizada por el Instituto Municipal de Cultura y Educación de Torreón y el Teatro Isauro Martínez, tuvimos el privilegio de escuchar en viva voz la poesía de Jeannette L. Clariond. Una poesía maravillosa en todos los sentidos. Intentaré en este espacio hacer un recuento de las ideas y de los sentimientos que experimenté, así como algunos comentarios sobre sus poemas.
Considero que hay dos elementos que se atraen y se vigilan en la poesía de Clariond: el fuego de la memoria —que calcina, purifica, deja cicatriz— y el agua, que pule, refracta y vuelve a pulir. En esa tensión, su voz convierte la biografía en un territorio compartido: lo que arde en una casa de Chihuahua repercute en la nieve de Nueva York. Y todavía va más allá: lo que tiembla en la garganta de una mujer se escucha en la respiración contenida de una hermana; lo que calla una abuela migra, como sal, a las lágrimas de las cosas. Ahí, casi como en los viejos relatos que unían mito y experiencia cotidiana, el destino personal se vuelve espejo de la historia común.
Uno de los poemas que más me impresionó —en voz de Saúl Rodríguez, periodista cultural de El Siglo de Torreón y editor de la revista Siglo Nuevo— fue “Mina 1004”, donde Clariond nombra el acontecimiento con una claridad que estremece:
Arder, yo vi a mi abuela arder.
Agosto. Chihuahua, 1963. Ella ardió,
su fuera y su dentro, ardió en la calle Mina 1004.
Lo que podría quedar como simple anécdota se transforma en principio de percepción: el mundo queda atravesado por el humo. Creo que este episodio marca profundamente su poesía, funda, digámoslo así, su gramática. La escena no busca conmiseración; exige una lectura atenta, capaz de despojarnos de las capas que nos inventamos para defendernos. Leamos: “La recogió. Ceniza y llanto recogió”.
La palabra “recoger” aquí se carga de sentido y se convierte en un gesto poético: reunir los restos, interrogarlos, admitir que las cosas —como quiso Virgilio— lloran. Y no solo las cosas: también las piedras, como aquella llena de tristeza que Gonzalo Rojas mostró a la poeta, recordándonos que hasta lo más duro guarda memoria.
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La familia no se levanta como genealogía ni como historia de linaje, sino como un aire común. En el poema “Mi hermana”, el cuerpo se sostiene en apnea, en ese límite frágil donde el mundo se suspende y el silencio puede envolvernos:
Alguna vez pensé lo peligroso que es detener largos minutos el aliento,
llegué a creer que desaparecería para siempre.
A lo largo de su obra, Clariond trata al agua como un instrumento para sintonizar el tiempo: del remanso al remolino, de la espuma al óxido. La poesía, entonces, se convierte en hidrofonía, un modo de escuchar lo que pasa bajo la superficie. En este territorio aparece también la sed, que en su obra no pide agua: pide oído. La sed es lenguaje, memoria, un reclamo que nos expone a la intemperie.
Y en el agua surge otra fuerza: la luz. La luz que inaugura instantes, que no embellece, sino que interroga. Lo vemos en “Fría llama”:
Lumbre en el centro del agua,
trazabas una estela sin saber
que el sol te miraba
por vez primera.
Ese instante parece estallar. ¿No será también un territorio de ceguera? El ojo, atravesado por cataratas, no pierde nada; al contrario, se ensancha: se vuelve blanco, poroso, capaz de descubrir caminos nuevos. Así, la abuela de Clariond, con su bata blanca y su mirada filtrada, se vuelve fotografía. Y en las páginas infinitas de la poeta, la vida y el poema comparten una tarea: poner en su sitio —sin fijarlas— las cosas que duelen, para que puedan seguir moviéndose. Es un gesto que me recuerda a esas comunidades que no quieren petrificar el dolor en monumentos, sino que lo comparten en rituales, donde las palabras circulan, sanan y mantienen todo vivo.
La poesía de Clariond también invoca el viaje, sus emociones. Vemos ese transcurrir de Líbano a Veracruz, de Monterrey a Manhattan. No narra itinerarios, sino que traza isobaras de emoción. En “Tormenta en marzo”, un concierto se vuelve casi un refugio y un espejo del clima que llevamos por dentro: afuera, la ventisca; adentro, la disonancia; y cuando sales, la misma calle ya suena diferente. La escena no busca un cierre heroico:
Voces, el pianoforte, la agitada exhalación en la butaca vecina.
Rumbo al hotel un hombre triza el hielo a la entrada de un garage.
Temprano un Mercedes tomará la misma ruta sin enlodarse.
Después de todo, para qué cambiar su destino; sólo ha caído
una tormenta de nieve en Nueva York.
El poema no quiere darnos una moraleja; más bien, nos ofrece un ritmo para habitar el frío, como quien entiende que la historia no avanza en línea recta, sino en espirales que nos envuelven y nos transforman.
Con estos breves comentarios, me atrevo a decir que Jeannette L. Clariond no pretende resolver el mundo; lo sostiene a contraluz. Su poesía devuelve a las cosas su derecho a temblar. Y en ese temblor —muy antiguo, muy presente— algo se hace nítido: la ternura como forma del rigor.
Para cerrar este texto, comparto algunos de sus poemas:
MINA 1004
Arder, yo vi a mi abuela arder.
Agosto. Chihuahua, 1963. Ella ardió,
su fuera y su dentro, ardió en la calle Mina 1004.
Vi a mi padre envolverla en una sábana, el colchón ardía;
las cortinas, la alfombra, su vestido
ennegrecieron. Todo lo recogió.
"No hagan ruido, su madre está cansada".
Lo vi salir de luto esa tarde de agosto con su corbata negra.
La recogió. Ceniza y llanto recogió.
El humo de la abuela en el zaguán, las tías
sorbiendo, ásperos, los grumos del café.
Había que borrar lo oscuro que dolía,
disolver la sal, el llanto, abrazarse,
sofocar el temblor del viaje, escuchar
a Paul Anka, por ejemplo, a falta de pulso,
rayar el disco de 45 revoluciones por minuto.
Por instantes vivía, por instantes
todo fue púrpura: la mujer, el
cansancio, las frondas de los álamos. Después
el vidrio, el vidrio en el cedro,
el rostro quemado bajo el humo.
También mi madre ardió. En lágrimas su sonrisa apagada:
"Arréglame el pelo, me dijo, déjame salir a ver si ya está seca la ropa".
Tuve miedo. De que sus pasos lentos no volvieran, de la tersura
de la hoja, del sigiloso carcomer,
del reseco peso de la hiedra, ya sin muro, del
florero en la cocina, sin flores. De ese cuarto ciego con su muerte tuve miedo.
De mí misma y el filtrarse del viento
que se llevaba el polvo de los sicomoros.
FRÍA LLAMA
Como si palpitara un silencio
el oro de las luciérnagas entre abetos
llameaba.
Caía la luz sobre el agua y tú te alejabas
como quien sale de una escena
sin su cuerpo.
Lumbre en el centro del agua,
trazabas una estela sin saber
que el sol te miraba
por vez primera.
EPÍLOGO
I
Agua. Agua sin luz a la sombra de la luz. Agua creciendo desde el fondo.
Borbotones manan bajo el puente.
Las pilastras toleran la calamidad. Luego del remanso el fluir
de los reflejos en el río.
Hablas de la primera voz, y no la escuchas.
El río deja su estela doliente
y avanza.
Caminas la orilla y observas el coro de los pájaros,
el brillo dorado sobre las piedras.
Te detienes frente al cristal.
Un pequeño insecto de cuarzo te recuerda que existe un destino.
Preguntas la fecha, anotas el día sobre el papel,
sales de la tienda y sigues el curso del agua.
III
Das un sorbo y la espuma
revienta en tus labios.
Mirar el río bajo el puente te consuela,
el óxido en las efigies de los reyes,
la corriente deslavando las pilastras de sillar.
Cae el sol y mancha el oro
de las tejas.
V
Ah, si sólo pudieras llenar tu casa de bellas cosas de otras épocas, repetir
las palabras del propietario:
“Esto perteneció al archiduque y a su nieto…”,
simular una historia que armas como el poeta el rompecabezas,
contar una y otra vez el derrumbe de la casa quemada,
el colchón ardiendo, la tía ciega gritando desde el zaguán… No, nadie te creería.
En poesía la historia es calumnia. Las cosas de la estirpe se callan.
Son otros los momentos del agua.
Jeannette L. Clariond. Poeta, traductora y editora. Entre sus poemarios publicados se encuentran Mujer dando la espalda (finalista del Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde, 1992), Desierta memoria (premio Nacional de Poesía Efraín Huerta, 1996), Todo antes de la noche (premio Nacional de Poesía Gonzalo Rojas, 2001), Leve sangre; 10 de marzo, NY (que se ha presentado en danza y música en Madrid); 7 visiones (coeditado con el poeta chileno Gonzalo Rojas); y la antología retrospectiva Astillada claridad (UANL, 2014). También es autora de las memorias en prosa Cuaderno de Chihuahua . Su poema “Apenas se oía el polvo"” (de su colección Leve sangre ) fue cantado por la mezzosoprano Marta Knoor en 2015, con música de Ramón Paus, durante el IV Ciclo de Cámara del Principal, en el Auditorio del Conservatorio Jesús Guridi de Vitoria. Recibió una beca de la Fundación Rockefeller-Conaculta en 2004 por su traducción de Zodíaco Negro de Charles Wright; una beca de traducción del BANFF en 2004 por The School of Wallace Stevens. Un perfil de la poesía norteamericana , que compiló junto con Harold Bloom; y un premio del Instituto Italiano de Cultura en 2008 en reconocimiento a sus traducciones de la poeta Alda Merini. Por su obra poética y sus aportes en traducción y cultura, recibió el Premio Juan de Mairena de la Universidad de Guadalajara en 2014. Ese mismo año, la Universidad Autónoma de Nuevo León le otorgó el Premio al Mérito Editorial y publicó sus poemas seleccionados, Astillada claridad. Ha traducido a WS Merwin, Charles Wright, Anne Carson (Premio de Traducción 2013), Primo Levi, Alda Merini, Roberto Carifi, William Wadsworth y la obra completa de la poeta Elizabeth Bishop, por primera vez en español. En 2003 fundó la editorial Vaso Roto Ediciones, que dirige desde entonces. Algunos de sus libros y parte de su obra han sido traducidos al inglés, francés, portugués, rumano, griego, italiano, búlgaro y árabe. Clariond obtuvo con su libro Las lágrimas de las cosas el Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 2020.
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