LA ESCRITURA DEL INSTANTE Bippers: ecos de cercanía en 160 caracteres. Un guiño al límite del mensaje y al misterio de los operadores, por Nadia Contreras


Les confieso que desde hace años quería escribir un texto sobre el bipper. Estoy segura de que muchos lo desconocen, pero en su momento fue un invento curioso, un puente entre el teléfono fijo y el celular. Nació en Estados Unidos en los años sesenta, cuando los médicos necesitaban estar localizables de inmediato, sin importar dónde se encontraran. A finales de los ochenta y durante los noventa llegó a México y pronto se convirtió en símbolo de modernidad: quien llevaba un bipper colgado al cinturón parecía indispensable, alguien que el mundo no podía perder de vista. Empresarios, doctores, periodistas, novios celosos: todos encontraron en esos pitidos breves la manera de estar conectados. Yo llegué a usar uno cuando comencé a cubrir la nota roja en un diario colimense. Sí, uno se sentía especial, esa era la realidad, y más cuando el mensaje entraba en medio de la clase o de una conversación informal entre amigos.

El bipper funcionaba de manera sencilla: alguien tomaba el teléfono, dictaba su mensaje y un operador se encargaba de enviarlo. Poco después, el receptor escuchaba el característico pitido que anunciaba la llegada del mensaje. En ese momento el mecanismo resultaba interesante, y más aún, saber que había una comunidad de operadores que trabajaba en grandes salas de call centers distribuidos en las principales ciudades: Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey. Eran decenas de personas, sentadas frente a consolas con teclados veloces, auriculares y monitores que parpadeaban sin descanso. El flujo era constante: miles de mensajes al día, a todas horas. Quienes atendían esas líneas se convertían, sin proponérselo, en testigos invisibles de una parte de la historia humana comprimida en 160 caracteres.

Siempre me he preguntado si alguno de esos operadores se atrevió a escribir esas historias en libros o diarios. Considero que hubiera sido muy valioso que en algún momento alguien expusiera lo narrado en los auriculares. Escuchaban confesiones de amor, avisos rápidos, amenazas veladas, frases que nunca se olvidarían. Imagino a alguno de ellos saliendo de su turno con la cabeza llena de voces: “Dile que lo extraño”, “Avísale que llego tarde”, “Si no pagas hoy, ya sabes lo que te espera”, “Feliz aniversario, mi vida”. Había reglas, claro, un código de neutralidad que les impedía comentar o intervenir. Pero en la práctica, sabían más que nadie de la vida ajena.

El bipper duró poco. A inicios de los dos mil los celulares lo desplazaron con su promesa de inmediatez: ya no bastaba con un aviso, había que escuchar la voz, prolongar la conversación, sentir que la persona estaba al alcance de un clic. Recuerdo que comencé a usar un teléfono Ericsson (por cierto, muy interesante la historia de esta compañía ligada a los celulares), después un Nokia, en fin… Sin embargo, como dije, siempre quise escribir sobre el bipper, así como ya escribí sobre el fax, esa cajita mágica que le causaba tanta curiosidad a mi tía Clotilde. Quizá no todos lo veamos así, pero en ese entonces había mucho de magia en aquellos aparatos: nos obligaban a imaginar la historia que seguía al “te extraño” o al “regresa la llamada”. Hoy, con tanta tecnología encima, tal vez nos vendría bien recordar que antes de la sobreexposición bastaba una palabra pequeña para encender la esperanza de alguien al otro lado.

En su aparente sencillez, el bipper reflejaba lo que siempre hemos sido: seres que buscan dejar huella en otro, aunque sea a través de un pitido en medio del ruido. El operador que lo transmitía se volvía un testigo de nuestra condición más íntima: la necesidad de ser escuchados, de decir “estoy aquí” aunque no pudiéramos extender la mano. El cosmos de la comunicación se reducía a un aparato en el cinturón, pero en su escala contenía una maravilla: la certeza de no estar solos.


Fotografía tomada de Internet.

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