Entre el extravío y el resplandor: un viaje a través de "El infierno perdido" de Gilberto Owen, por Nadia Contreras


El pasado 16 de julio, de 6:00 a 8:30 p.m., la galería del Instituto Municipal de Cultura y Educación de Torreón fue el escenario de una nueva sesión del taller de poesía Dunas de versos, una iniciativa de la Coordinación de Literatura que, en esta ocasión, se centró por completo en la obra de Gilberto Owen. Durante el encuentro, nos adentramos en un recorrido intenso y profundamente cautivador por los rincones más oscuros, complejos y luminosos de El infierno perdido, ese libro que, al igual que su autor, se mueve siempre entre el extravío y el resplandor.

La obra de Owen, atravesada por elementos religiosos y mitológicos, lo ha consagrado como uno de los más destacados representantes de la vanguardia literaria del siglo XX. Pese a su relevancia, sigue siendo uno de los autores menos estudiados por la crítica de la primera mitad de ese siglo. Buena parte de su legado —tanto en poesía como en prosa— ha quedado disperso, pero su escritura ha logrado dejar huella en la literatura universal por su uso constante de imágenes y metáforas. Gilberto Owen nació el 13 de mayo de 1904 en El Rosario, Sinaloa, hijo de padre irlandés y madre mexicana. Estudió en el Instituto Científico y Literario de Toluca y en la Escuela Nacional Preparatoria de Ciudad de México. Además de escritor, fue diplomático, con estancias en Perú, Colombia, y en las ciudades estadounidenses de Boston y Filadelfia, donde falleció el 9 de marzo de 1952. Entre sus libros más reconocidos se encuentran La llama fría, Novela como nube, Línea y Perseo vencido, aunque El infierno perdido destaca como su obra más compleja y reveladora.


Durante la sesión del taller, descubrimos que estos poemas no narran una historia lineal, sino que funcionan como estaciones de una caída interior. Como bien dice uno de los textos que abordamos: “no ser y estar en todas las fronteras / a punto de olvidarlo o recordarlo todo totalmente”. En Discurso del paralítico, el yo poético aparece como una figura sufriente, con ecos de Prometeo o de un Cristo sin redención, “encadenado al cielo”, no por elevación espiritual, sino como castigo. Es un poema donde la parálisis lo domina todo: el cuerpo ha dejado de tener historia, deseo, lenguaje, y la lucidez se vuelve una carga insoportable.

En contraste, River Rouge, que abre simbólicamente el libro, muestra otro tipo de infierno: el de la deshumanización en la fábrica Ford, donde el sujeto se diluye dentro del engranaje industrial. “Esa mano clava cuatro mil cuatrocientos tornillos al día”, leemos en el poema, con un ritmo seco, fragmentado, que lastima como si viniera desde el interior de una máquina. Si en Discurso del paralítico el cuerpo queda anulado, en River Rouge se mueve sin cesar, pero ha dejado de pertenecer a alguien.

Después de ese vértigo, Regaño del viejo nos transporta a un infierno más íntimo: el del recuerdo y el deseo marchito. El hablante se observa a sí mismo con una mezcla de ternura y brutal honestidad, evocando amores pasados, nombres casi olvidados, imágenes que aún lo siguen. “Todo cabe en mi piedra del meñique / y todo llega al llanto de su fondo”, dice. Es quizás el poema más sensual y humano del libro; el cuerpo todavía está ahí, pero no como promesa, sino como memoria.

En cambio, El infierno perdido, poema que da nombre al conjunto, es una pieza breve y demoledora que propone una poética del vacío: “mi boca ya no sabe / la sílaba sal del mar”. Aquí no hay fuego ni tormento, solo ausencia. El lenguaje ha perdido fuerza, y las palabras flotan como fragmentos rotos. Es una especie de mística negativa: no se accede a lo divino, sino a la nada. Leamos: “mas mi boca ya no sabe / la sílaba sal del mar / sílaba de sal que salta / del mar a mis ojos sin / lágrimas que la desposen / y el frío mal traductor / mal traidor ángel del frío / roba mi nombre de ayer / y me lo vuelve sin fiebre / sin tacto sin paladar / contacto bobo del cero / grados que era su inicial / con sus tardes de ceniza / en mi lengua de alcohol / en su verde voz de llama / de menta ahogada mi voz / con su blando amor de nube / que al orden me encadenó”.

En Clave, esa misma descomposición se vuelve más filosófica, incluso apocalíptica. “La rosa no es ya sino el nombre / sin rosa de la rosa”, dice el poeta en uno de los versos más citados del libro. La voz que habla transmite un tono de cansancio, como si arrastrara el peso de una revelación, donde Elías “grita su ley desacordada / en el viento enemigo de las leyes”. No hay salvación posible, apenas queda el gesto —casi inútil— de seguir hablando. Por último, Laberinto del ciego nos presenta al poeta como alguien que ha buscado sin ver, que ha corrido tras una sombra sin poder alcanzarla. “Muchos me dicen que no / ¡Quién lo sabe mejor que yo!”, exclama el hablante, con resignación e ironía. El tono aquí es distinto: hay más serenidad, una aceptación madura del extravío. No hay queja, hay reflexión. El poema es una meditación hermosa y amarga sobre la identidad, la ceguera, el error y ese deseo que nunca termina de cumplirse.

En su conjunto, El infierno perdido es un libro que aborda la pérdida desde todos los frentes: la del cuerpo, del lenguaje, del amor, del sentido. Owen escribió desde el silencio, consciente de que las palabras no bastaban, pero incapaz de renunciar a su búsqueda. Tal vez ahí resida el núcleo de su poética: amar lo perdido, habitar la ausencia y seguir creando. Ese es el infierno, sí, pero también el fuego secreto que mantiene viva a la poesía.

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