Infancias arrebatadas o infancias que son pesadillas

La foto que acompaña el texto la tomé hace unos días mientras caminaba por uno de los senderos del Bosque urbano, creado como otros lugares más, para el esparcimiento y entretenimiento en la ciudad de Torreón. Era muy de mañana y, de pronto, ahí estaba la explanada con sus juegos mecánicos apagados. Contrario a mis recuerdos, donde estos lugares están siempre abarrotados de niños y familias, me sorprendió ver el lugar como si hubiera sido abandonado tal vez por alguna emergencia sanitaria o por la violencia que, como sabemos, en México ha despoblado comunidades enteras.

Pensé también en la novela 2666 de Roberto Boñalo que se publicó de manera póstuma en el 2004. Constaba de cinco partes como libros independientes (el autor quería asegurar con la publicación de éstos el futuro de sus hijos). Sin embargo, por su valor literario, sus herederos, tomaron la decisión de publicarla como una sola, junto con su editor Jorge Herralde, y el crítico literario Ignacio Echevarría. Gran parte de la acción transcurre en la ciudad ficticia de Santa Teresa, que se ha identificado con Ciudad Juárez. Transcribo uno de mis subrayados: “El dolor, o el recuerdo del dolor, que en ese barrio era literalmente chupado por algo sin nombre y que se convertía, tras este proceso, en vacío. La conciencia de que esta ecuación era posible: dolor que finalmente deviene vacío”.

Tal vez este fue el vacío que sentí al ver la escena. Seleccioné el ícono de cámara, giré el celular y tomé la foto. Enfoqué mi pensamiento en ese vacío al que se refiere Bolaño y por ende en las cosas que se nos arrebatan de un momento a otro. Por ejemplo: la felicidad, el amor, la libertad, el derecho a ser niñas o niños, el derecho a un hogar, el derecho a elegir… en fin, tantas maneras de limitar los caminos. Contrastó la escena con un poema que siempre me ha gustado. Dice: “Para que el niño de los ojos mansos juegue / arranqué del jardín mis rosas blancas. / Y mis rosas rojas... / Para que juegue con sus hojas / el niño de los ojos mansos / —oscuros remansos / donde el alma sueña / que se ve otra vez / diáfana y risueña...”. El poema es de Dulce María Loynaz.

Quizá este vacío se profundizó porque justamente esa mañana escuché en el noticiero un reporte sobre la organización Reinserta en la que expresaba su preocupación por la “normalización de la violencia y la narcocultura”. Destacaba en su comunicado que alrededor de 250 mil niños corren el riesgo de ser recluidos por el crimen organizado en México.

No había reparado en la forma en que poco a poco los involucran en la actividad delictiva. Trataré de explicar: utilizan niños más pequeños para tareas sencillas como informar y observar; a partir de los 12 años empiezan a cuidar casas de seguridad o a transportar droga; posteriormente a los 16 portan armas y son los encargados de realizar secuestros y asesinatos. Además de estas actividades, los menores de edad y jóvenes también realizan labores de halconeo o patrullaje; venta y transporte de drogas; homicidio; cruce de indocumentados; portación y uso de armas; descuartizamiento de personas; ocultamiento y destrucción de cuerpos; limpia de calles, que consiste en ubicar y matar a delincuentes comunes; limpieza de lugares donde se llevaban a cabo las torturas y los descuartizamientos; cocinar los cuerpos, lo que implica disolver los cuerpos humanos o parte de ellos en sustancias químicas para desaparecerlos; cuidar casas de seguridad; extorsión a hoteleros y comerciantes de la zona; elaboración y colocación de narcomantas.

Y si esos niños que menciona el reporte en lugar de portar un arma, obligados a recibir órdenes (porque la regla es simple: si te niegas, matamos a tu familia; matas o te matan) estuvieran aquí, en el jolgorio que es la infancia. Tal vez, soy extremadamente utópica, pero cómo no apelar a que la historia para ellos pueda cambiar, para las familias, para todos, porque finalmente el crimen y la violencia son un golpe directo a las consecuencias físicas, emocionales, económicas y generan un ciclo perpetuo de violencia. Es decir, las personas que han sido víctimas de violencia pueden ser más propensas a perpetuarla en el futuro y esto puede llevar a una espiral de violencia que afecta a generaciones enteras.

Apelo por otro tipo de experiencias, por ejemplo, a que dejemos escapar el grito y el miedo, mientras somos llevados a la parte más intrincada de la montaña rusa o que, en el hipódromo, nuestro caballo lleve la delantera, aunque se trate de caballos de metal o madera desplazados hacia arriba y hacia abajo, para simular el galope, en el carrusel musical. Apelo a que lugares como ése nunca queden vacíos y ningún niño, niña, adolescente, joven, sea arrebatados por el crimen o por la falta de dinero, la búsqueda de mejores condiciones, la reunificación familiar o la propia violencia. Otro tema desgarrador: la migración infantil. Tal vez como coda y refiriéndome a la migración de niños y niñas, voy a recomendarles la lectura del libro Los niños perdidos de Valeria Luiselli. Catalogado como un ensayo a medio camino entre la crónica y el reportaje, tiene como punto de partida el cuestionario aplicado por la Corte Federal de Inmigración de Nueva York a los niños migrantes para determinar si serán deportados o no.

Cuando el periodista Antonio Martínez, de la sección de cultura del New York Times, le pregunta a la autora sobre ¿qué historia cuentan los niños migrantes?, Luiselli, responde: “Son auténticas historias de terror. Cada una es parte de una compleja constelación en la que las estadísticas no son suficientes. No solo hablan de una historia particular sino de un relato colectivo de grandes desplazamientos del sur a los nortes globales, la historia de la violencia del capital y de la desigualdad rampante en América Latina. De alguna manera el cuestionario, al ser al mismo tiempo frío y preciso, ayuda a registrar esas voces con mayor claridad”.

La violencia ¡es imposible contenerla! ¿Qué responderían ustedes? Dejemos registro; de una manera u otra, hagamos evidente que hasta el día de hoy las estrategias, las autoridades, las personas involucradas y nosotros mismos, no hemos funcionado. ¿Por qué? Tal vez porque dejamos pasar estas conductas, la atención hacia este fenómeno, como si se tratara de un mal momento o un relato mal escrito. Es más fácil ¿no? Termino con una frase de la propia Valeria, porque ya sean niños arrebatados por el crimen organizado, o niños obligados a migrar por las causas que sean, estamos ante lo que implica decir con palabras mayúsculas: “infancias arrebatadas o infancias que son pesadillas”. Leamos: “Las historias de los niños perdidos son la historia de una infancia perdida. Los niños perdidos son niños a quienes les quitaron el derecho a la niñez”.  

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