“Hay quien nace muerto y se va vivo”. Algunas reflexiones sobre la novela Las gratitudes de Delphine de Vigan

Hace días, respondiendo a manera de juego a uno de los mensajes de la familia que llegan a través de WhatsApp, escribí lo siguiente: “Hay quien nace muerto y se va vivo”. Lo dije de bote pronto, quizá sólo por decir algo, o como dicen, por buscarle tres o cinco pies al gato. Termino de leer la novela Las gratitudes (Panorama de narrativas nº 1041. Anagrama, 2019), de Delphine de Vigan, y una vez más la frase me viene a la mente, porque Las gratitudes, se centra en los temas del corazón y del alma, su huella imborrable. “Mi amor no anhela más día / que el que una mi alma con tu alma”, escribe Manuel Acuña. La pregunta esencial es ¿agradecemos lo suficiente? Por, ejemplo, ¿hoy cuántas veces has dicho “gracias”? En mi caso, no bastantes. Entonces ¿se nace muerto y se parte vivo? Los que saben del universo y del firmamento aseguran que hay estrellas que nacen apagadas, imposibilitadas a desplegar su potencial luminoso; consideremos que nos sucede lo mismo: hombres y mujeres apagados desde su nacimiento; hombres y mujeres que con el paso de los años se marchitan, o nos marchitamos, negándonos a abrirnos por completo y vagamos sin encontrar un lugar en el mundo. Luego de leer a Delphine de Vigan, queda claro que no somos los únicos protagonistas de la película llamada vida.

Nacer muerto es sólo un decir; con el paso de los años escribiremos sobre las páginas del libro de la existencia y dejaremos en los nuestros una huella indeleble. Esto ocurre con Michka Seld, protagonista de la novela. Un personaje que, pese a su fragilidad, se nos presenta fuerte y nos instiga a reflexionar sobre el poder de la gratitud, la importancia de reconocer y valorar los gestos de bondad en nuestras vidas. También nos advierte que no esperemos el final; si tenemos una vida para arreglar lo torcido ¿por qué hacerlo hasta el final? La muerte, trastoca las emociones y vuelca los arrepentimientos, como nos lo hace saber Marie: “Hoy ha muerto una anciana a la que yo quería. A menudo pensaba: «Le debo tanto.» O: «Sin ella, probablemente ya no estaría aquí.» Pensaba: «Es tan importante para mí.» Importar, deber. ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?”. Si acudimos a la filosofía, podemos resumir muchas de sus ideas en el principio de que la existencia se completa y se enriquece, a través de la interacción con los demás, en lugar de centrarnos sólo en nuestros intereses individuales. Dicen: “abraza la responsabilidad y la solidaridad hacia los demás”. Por supuesto, sin olvidar que hay un balance entre el altruismo y el autocuidado. ¿En qué medida debemos sacrificar nuestros propios intereses en beneficio de los demás? Tengamos cuidado al responder. Se parte vivo, pues, si estamos en la piel del otro, en su memoria.

Dos personajes serán importantes en este texto: Marie y Jérôme. También estarán otros: los que junto con Michka, habitan en el geriátrico, los directivos del lugar, y aquellas personas de las cuales Michka tiene sólo el nombre. De fondo, la novela cuestiona problemáticas importantes como: 1) Los espacios para los adultos mayores; 2) La guerra, como uno de los conflictos sociales más extremos y devastadores; 3) El aborto; 4) El derecho a la vida; 5) El derecho a la muerte… Pero volvamos al geriátrico y escuchemos la voz de la directora:

“–Señora Seld, está usted haciendo una prueba de admisión para obtener una plaza en una residencia geriátrica. –A medida que habla, su tono se va haciendo cada vez más tajante–. Se trata de mostrar lo mejor de usted, pues recibimos multitud de solicitudes, ¿debo recordárselo?

–No, no…, claro, lo entiendo perfectamente. Pero no he preparado nada, no sabía que había que pasar una prueba de admisión.

La mujer se enfurece.

–Pero ¿qué se ha creído, señora Seld? ¿Que aquí aceptamos a cualquiera, de cualquier manera? ¿Está de broma? ¡No hay sitio para todo el mundo, lo sabe muy bien! ¡No hay sitio! ¡En todas partes pasa lo mismo! ¡Vaya a donde vaya tendrá que rellenar cuestionarios, hacer entrevistas, pruebas, concursos, exámenes, competiciones, interrogatorios! ¡Y deberá mostrar adhesión, implicación, motivación, determinación! En la escuela, en el trabajo, en la universidad, en todas partes es igual, señora Seld. ¡Sí, en todas partes, en todo el mundo, en cualquier lugar hay que escoger, elegir, seleccionar! No tenemos alternativa. ¡Hay que separar el grano de la paja, incluso en las residencias geriátricas! Así funcionan las cosas, no soy yo quien dicta las reglas, ¡pero soy yo quien las aplica!”.

Michka, según la narración, quedará impresionada, como lo estará del trato, a veces inhumano, del que será parte. Sabemos de muchas de las situaciones que se viven al interior de estos centros: a la falta de recursos añadamos la falta de personal capacitado, la infraestructura adecuada, los programas de atención integral que no cubren las expectativas básicas. En México, por ejemplo, ¿quién realmente regula y supervisa estos centros? ¿Cumplen con los estándares mínimos de calidad y seguridad? En México, hay 15.1 millones de adultos mayores, pero sólo 841 médicos certificados en la especialidad que atiende a personas de la tercera edad, de acuerdo con datos del Consejo Mexicano de Geriatría. Divididos entre el número de personas mayores de 60 años, a cada geriatra le correspondería atender a más de 17 mil pacientes. Aterrador. En el centro, donde está internada Michka, las presencias amables serán algunas de sus compañeras y la de Jérôme, logopeda que intenta que la anciana, recupere, aunque sea parcialmente el habla, que va perdiendo por culpa de una afasia.

Otro tema que me parece muy importante en este libro, es propiamente el de la pérdida del habla. Michka se va quedando sin palabras, no sin ideas, sin pensamientos, recuerdos que se resisten. Las palabras, esas que tanto le importaban como correctora que fue de un periódico donde revisaba artículos y no se le escapaba ninguna errata…, terminarán por escapársele. En la voz de Jérôme, leamos: “Veo, como si estuviese allí, esas extensiones vacías, áridas, esos caminos devastados que surgen en mitad de sus frases cuando intenta hablar. Paisajes desolados, sin luz, de una trivialidad inquietante, y nada, absolutamente nada, a lo que aferrarse. Imágenes del fin del mundo.” La perdida del habla y la pérdida de la juventud: “Cuando los veo por primera vez, siempre busco la misma imagen: la imagen de antes. Tras sus miradas borrosas, sus gestos inseguros, sus cuerpos encorvados o doblados por la mitad, busco al muchacho o a la muchacha que fueron. […] Me gusta ver fotos suyas de cuando miraban al objetivo sin tener la menor idea del deterioro que iban a sufrir –o era una idea puramente teórica–, de cuando se mantenían en pie sin necesidad de ninguna ayuda”.

También encontramos la orfandad, la propia orfandad de Michka y la de Marie, su vecina, que cuando su mamá se ausentaba, se refugiaba en casa de Mich. Tal vez, por ello, es tan importante su decisión de ser o no madre. Revisemos: “Tengo miedo, Michk’… No sé si soy capaz. Capaz de tener un hijo. Me da miedo equivocarme. Repetir los mismos errores, o que se repitan aunque yo no quiera, como una maldición, como una fatalidad, algo que estuviera ahí, en la sombra, en el recuerdo, en la sangre, en la historia de la humanidad, algo contra lo que no puede hacerse nada. ¿Me entiendes? ¿Y si no tengo suficiente amor, suficiente paciencia, suficiente atención? ¿Cómo puedo saber si soy capaz de educar a un niño, de entenderlo, de cuidarlo? ¿Seré capaz de hablar con él, de enseñarle las cosas importantes, de dejar que suba solo al tobogán, que atraviese la calle sin darme la mano y de dársela yo cuando él lo necesite? ¿Sabré cómo hacerlo? Me da miedo no quererlo, me da miedo quererlo demasiado, me da miedo hacerle daño, me da miedo que no me quiera”.

Y aquí, en estas relaciones trastocadas, encontramos la fuerza del último deseo no sólo de Michka, sino también de Marie y Jérôme: encontrar al matrimonio que, durante los años de la ocupación alemana, la salvó de morir en un campo de exterminio acogiéndola y ocultándola en su casa. Nunca les dio las gracias y ahora quiere mostrarles su gratitud. En voz de Jérôme, quien investiga más allá de un simple anuncio publicado en una revista, descubramos: “Sabían perfectamente lo que hacían. A lo que se arriesgaban. Quemaron tu abrigo con la estrella amarilla cosida. Te escondieron durante todo aquel tiempo. A los vecinos y a los amigos les dijeron que eras una sobrina. En octubre de 1943 hubo una redada en La Ferté-sous-Jouarre, quince personas fueron deportadas. Nicole y Henri, temiendo que alguien los hubiera denunciado, te escondieron en la granja, bajo una lona, durante toda la noche, pero no apareció nadie. Tiempo después, terminada la guerra, una buena mañana una mujer llamó a la puerta. Era la prima de tu madre. Tu madre le había escrito una carta con un plano, dibujado de memoria, donde le indicaba el lugar en que te había dejado. Por si se torcían las cosas. Tus padres fueron deportados pocos días después del episodio de La Ferté. Esta es la historia que Nicole y Henri Olfinger le contaron a su hija, Madeleine, que nació después de la guerra. Tu historia. Cuando te acogieron, acababan de casarse. Henri murió hace algunos años, pero Nicole sigue viviendo allí. En una residencia de la región. A sus noventa y nueve años”.

Finalmente, otro momento significativo, es la muerte, esa que llega sin avisar. ¿Estamos preparados para ello? ¿Cómo nos iremos? ¿Vivos, muertos, para volver a la idea inaugural de este texto? Alguien, dice Jérôme, debería avisarnos cuando la gente está a punto de morir: “Me da igual si es por propia voluntad o no, al fin y al cabo eso es cosa suya. Pero deberíamos recibir una carta, una advertencia, un SMS, un mensaje de voz, un email, yo qué sé, algo meridiano, sin ambigüedades: atención, señor Menganito, la señora Fulanita, su primo, su amiga, su esposo, su vecino, su madre corre el riesgo de desaparecer en un futuro cercano, por no decir inminente”. Otra cuestión: ¿Fuimos agradecidos? “–Yo también quiero darte las gracias, Michka. Gracias por todo. No sé qué habría sido de mí sin ti. Sin ti no habría podido quedarme en la calle de los Amandiers, sin ti seguramente no habría encontrado un sitio donde refugiarme. Y después no habría podido estudiar, y cuando me puse enferma también estuviste a mi lado, y no tengo claro que hubiese podido… superarlo. Sin ti”, le dice Marie a Mich en una de sus visitas.

Como mencioné, Las gratitudes es una novela que nos hace reflexionar sobre estos lazos determinantes que nos unen o nos entrelazan con los demás. ¿Qué porción de nosotros dejaremos? ¡Partamos vivos como quien a lo largo de los años abrazó su historia y la de los demás, con gratitud! Michka, y algunos de los personajes de esta novela, trascienden definitivamente en nuestras vidas.

Imagen: Pexels

Texto publicado originalmente en Medium.

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