Otros cruces


Después de la lluvia, el sol dibuja los contornos de las casas, las torres de la iglesia, la avenida principal atiborrada de autos. Bajo las cobijas Uriel se estira. Una y otra vez hasta que el sueño lo abandona por completo. Se asoma por la ventana. El jardín está limpio. María Luisa, su madre, se le ha adelantado y se ha ido. Clava sus ojos en las hojas de los árboles, los charcos como grandes espejos. El reloj avisa. El paisaje se desvanece.

Su cabello es negro. En eso se parece a su padre. Lo vivaracho, lo sonriente, lo profundo de los ojos es por María Luisa. Don Emilio lo comenta siempre: “¡Qué bárbaro, muchacho, parece que le arrancaste los ojos a tu madre, los tienes igualitos!”. Don Emilio les tiene aprecio y no hace más de dos años que le dio trabajo a María Luisa.

Al toque, María Luisa, abre el portón. Es Uriel. Se abrazan. En el abrazo ella le dice: “No te preocupes, hijo, saldremos adelante, ya verás”. Recuerda: En su cumpleaños número seis, su padre cae de bruces como Hulk, como la piñata. Una vez más ha bebido demasiado. Una vez más. En ciertos episodios del pasado, piensa Uriel, no hay fantasías. “No miento, hijo, saldremos adelante, insiste ella, su madre”. Se separan, se despiden. Uriel sigue de frente. Si uno de los dos volviera la mirada, el abrazo sería más estremecedor, más eterno.

El sol justo en su lado izquierdo atiza el fuego entre las casas y los árboles. Un perro lo alcanza, huele sus piernas, abre el hocico. Uriel tiene miedo. Luego de aquella mordida, el hospital, la cirugía, los compañeros de clase visitándolo. El perro olisquea pero Uriel teme. Algo de ese perro, le recuerda a Shiloh, una lectura que la maestra de español le encargó al iniciar el ciclo escolar.

El tiempo se va rápidamente. Respira. Siente el aire tibio navegar dentro del cuerpo. La lluvia, el calor. Su nariz hace ruido. Es como si oyeras una cafetera eléctrica, evoca las palabras de María Luisa. No conoce las cafeteras eléctricas, pero qué importa. Sigue de frente, esta vez, sin detenerse en cada pensamiento, esta vez acompañado de ese perro. Casas, ventanas, puertas abiertas, voces, otros niños, otras esquinas, otros cruces. Parece escuchar la voz de don Ramiro pero no hace caso. ¿Y si fuera un guerrero? Las ventanas completan la imagen: el escudo, la espada. Una pausa. Mentiras fabulosas del abuelo —recrimina—.

El ladrido del perro lo vuelve de golpe. El perro no entiende de pensamientos, pero él sí, cuando olvidándose del horror, lo acaricia. Le promete un trozo de jamón una vez que hayan llegado a la tienda. Don Ramiro no estará de acuerdo, pero sabrá ingeniárselas. Te pondré Shiloh, le dice, como el perro del libro que leí en la escuela.

La escuela está a unas cuantas calles. Es su último día, el frío le retuerce los huesos. Entra y sale del salón de primero de secundaria. No se despide.  No se despide de la maestra Lucy, ni de la cancha de futbol, ni de sus amigos. No regresa. Finge menosprecio: las clases de matemáticas son aburridas, la voz de la directora muy chillona, la maestra de español… Debe cuidar a María Luisa.

Hoy cumplo dieciséis años, padre, y mi madre, me compró un libro, un cuaderno y un par de plumas. Escribe tus pensamientos, me dijo, y nos abrazamos muy fuerte. 
Hace un año vinieron a casa las maestras y Roberto, Toño, Lupita, Alejandro, Chuy. Milka estuvo aquí. Hoy nadie. La vida no es como los coches que tienen faros luminosos. Aquí todo se apaga. Se apaga el agua, la luz, la comida. Se apaga tu nombre, padre, en mi boca. ¿A dónde te has ido? Hoy cumplo dieciséis años.

Uriel guarda la carta en el bolsillo derecho del pantalón. Mete la mano y ahí está. La escribió hace tres meses. ¿Por qué o para qué? No sabe. Es amuleto, es buena suerte. Uriel cruza la puerta de la tienda. Shiloh no. No puede. Don Ramiro le dará de palos si se atreve.
—Llegas tarde, muchacho, —dice Don Ramiro con voz ronca y cansada.
Uriel no contesta.
—¿Qué tu madre no te levanta temprano?
—Sí, señor, sí me levanta temprano. Son los pensamientos, señor. Los pensamientos.
—Qué pensamientos ni qué ocho cuartos —refunfuña desde la barra de quesos.
—Y ese perro ¿es tuyo?
—Sí, señor, es mío— responde Uriel con voz decidida.

Texto publicado originalmente en El comentario semanal, suplemento cultural de la Universidad de Colima y CultoGrama, prensa cultura.

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