
El sábado 15 de noviembre, durante la sesión del grupo A-rimados encabezado por Julio Pérez Rodríguez en Sinfonía – Café & Cultura, partiendo del tema del día “Asesinos seriales”, abordé uno de los casos más complejos de la historia criminal en México: las Poquianchis. Desde ahí la conversación comenzó a abrirse hacia la literatura y hacia sus adaptaciones televisivas.
Siempre me desconcierta cómo el caso funciona en capas; una escarba y debajo aparece otra historia, y luego otra, y otra más. Por un lado, está lo documentado: las hermanas González Valenzuela, originarias de Guanajuato y Jalisco, quienes entre los años cuarenta y sesenta sostuvieron una red clandestina de prostitución donde decenas de mujeres fueron explotadas, violentadas y asesinadas. El expediente judicial es atroz: 91 cuerpos hallados en fosas, declaraciones que parecen arrancadas de una novela naturalista, policías y autoridades implicadas en silencios que pesan más que cualquier testimonio. Pero cuando una revisa notas, testimonios y ecos de la época, entiende que las Poquianchis no surgen solas: vienen del hambre, del machismo institucional, de un país ensimismado en su desarrollo económico y ciego ante la vida de quienes no participaban del llamado “milagro mexicano”.
La prensa sensacionalista, en especial Alarma!, convirtió el caso en una especie de engendro nacional. Y quizá sí, el amarillismo exageraba, repetía, distorsionaba… pero también empujó hacia la luz una violencia que el Estado prefería ocultar bajo la alfombra. Entre titulares escandalosos y fotografías en blanco y negro, se formó el imaginario colectivo: las Poquianchis como figuras casi legendarias del crimen. Durante las investigaciones, además, surgió el origen del apodo: se descubrió que el primer burdel adquirido por las hermanas pertenecía a un travesti conocido cariñosamente como “la Poquianchi”. Con el tiempo, el sobrenombre se extendió hacia las González Valenzuela y terminó por popularizarse en la prensa y entre la gente, hasta quedar asociado con su historia criminal.
Cuando pienso en cómo operaban aquellos burdeles, no puedo evitar observar el engranaje completo: reclutaban a muchachas jóvenes —algunas casi niñas— con promesas de empleo, las endeudaban desde el primer día y las aislaban de sus familias. Si enfermaban, se les dejaba morir; si desobedecían, las golpeaban; si ya “no servían”, las desaparecían. Esa lógica de control físico y emocional recuerda mucho a los manuales de coerción psicológica estudiados en contextos de trata: dislocar la noción del tiempo, quebrar la identidad, usar la humillación como instrumento de obediencia, instaurar la culpa como forma de sometimiento. Muchas sobrevivientes, décadas después, describieron un estado mental similar a lo que en psiquiatría se conoce como “indefensión aprendida”, esa resignación donde no se perciben alternativas.
En el terreno literario, Jorge Ibargüengoitia hace algo fascinante. Las muertas (Joaquín Mortiz, 1977), no reconstruye el caso con exactitud judicial, pero captura su espíritu: el absurdo, la corrupción, la doble moral, el país que voltea la cara mientras la violencia se pudre en los márgenes. Ibargüengoitia utiliza el humor negro como bisturí, no para trivializar los hechos, sino para mostrar la estructura absurda que sostiene tanta crueldad. La novela opera como un espejo cóncavo: distorsiona para revelar lo oculto. En la televisión, la serie Las Muertas: El caso de las Poquianchis en Netflix —que retoma tanto el expediente como el tono ibargüengoitiano— hace algo muy parecido: coloca la historia en un lenguaje contemporáneo, expone las rutas del abuso y también los silencios que lo permitieron. La ficción, a veces, sirve precisamente para eso: para que el espectador se atreva a mirar lo que la historia oficial disfraza. La producción está a cargo de un equipo que trabajó con una mirada cercana al thriller social, sin caer en excesos. Filmada en locaciones del Bajío, sobre todo en zonas rurales y pequeños poblados de Guanajuato y Jalisco, conserva esa vibra seca y polvosa del caso real: rancherías, prostíbulos reconstruidos, calles envejecidas, cantinas discretas.
Cada episodio funciona como una pieza distinta del rompecabezas. Uno se centra en el reclutamiento; otro en el encierro; otro en el papel de las autoridades; otro sigue la investigación; otro las fosas; y así sucesivamente. La dirección mantiene una cámara muy cercana a los personajes para captar el nervio, el miedo y la humanidad detrás de la historia. Luis Estrada, con su mirada crítica al poder y la corrupción, no replica el humor de Ibargüengoitia, pero sí esa manera de mostrar lo absurdo del sistema. Las hermanas Baladro, como se hacen llamar en esta serie, están encarnadas por Arcelia Ramírez y Paulina Gaitán: Ramírez interpreta a Arcángela, la mayor, la estratega que mueve los hilos del negocio y sostiene los contactos; Gaitán da vida a Serafina, la menor, impulsiva, emocionalmente enredada con Simón Corona, y cuando él la deja, todo se desborda y la violencia se vuelve su único soporte.
Cuando miramos el contexto más amplio, es imposible no pensar en lo que este caso revela sobre género y poder. Las hermanas ejercieron violencia, sí, pero dentro de un sistema ya descompuesto: un país donde la policía vendía protección, donde la pobreza empujaba a las niñas al desamparo, donde la justicia avanzaba a paso de tortuga. No se trata de monstruos aislados, sino de estructuras completas de desigualdad. Hay algo casi ceremonial en revisar estos expedientes: funcionan como advertencias, como memoria y como espejo. No para alimentar el morbo —que la prensa exprimió hasta agotarlo— sino para comprender cómo nace la violencia y cómo se reproduce cuando nadie mira. Por eso elegí hablar del tema de esta manera: no fue una rareza del pasado, sino un recordatorio de los patrones que siguen operando.
Reseña publicada originalmente en El perifono
Fotografía tomada de Internet.
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