
La charla virtual “La literatura del desierto”, realizada dentro del Festival del Mitote Lagunero por el Instituto Municipal de Cultura y Educación de Torreón y la Coordinación de literatura, fue una de esas conversaciones que se van abriendo como un mapa de voces. Tuve la fortuna de moderarla y de acompañar a Armando Alanís Pulido, Óscar Bonilla, Alfredo Castro Muñoz, Lorena Sanmillán y Alexandra Moreno, cinco escritores del norte con miradas distintas sobre lo que significa escribir desde —y sobre— el desierto. Más que un tema geográfico, se trató de explorar lo que el desierto provoca: el silencio, la introspección, la dureza, la belleza que no se ofrece fácilmente.
Desde las primeras intervenciones, quedó claro que la conversación iba a moverse entre la experiencia personal y la lectura crítica. Armando Alanís abrió el diálogo recordando la obra de José Ángel Leyva, en particular Catulo en el destierro y Duranguraños. Habló de esa poesía breve, de apenas unas líneas, donde el pensamiento divaga y se expande como si buscara un horizonte en la arena. Para él, el desierto no solo es un paisaje, sino un modo de pensamiento: un espacio donde la palabra se encuentra con su propia escasez.

Por el contrario, Óscar Bonilla se acercó al tema desde la prosa. Mencionó un cuento de Roberto Bolaño ambientado entre Gómez Palacio y un motel para mostrar un desierto gris, melancólico, más emocional que físico. Lo que le interesa, dijo, es cómo el entorno determina la cadencia del lenguaje: su estilo minimalista, las pausas, los silencios. Al leer uno de sus cuentos —donde un hombre absorbe el dolor de los demás junto a las vías del tren— el desierto apareció como un territorio espiritual, un lugar de duelo y memoria.
En la voz de Alfredo Castro Muñoz, la conversación se movió hacia el terreno sensorial. El desierto, explicó, se padece y se siente en el cuerpo: el calor, la sequía, el polvo, la luz. Leyó "El alacrán", de José Ángel Leyva, y después algunos poemas suyos del libro Estar de paso, donde la aridez se vuelve un espejo de la ausencia y el amor. En su lectura, el desierto no es hostilidad ni castigo, sino una forma de conciencia: un modo de estar en el mundo.
Desde Monterrey, Lorena Sanmillán amplió la mirada hacia la ciudad y su entorno. Habló del desierto urbano y de cómo la literatura del noreste retrata la supervivencia cotidiana: la violencia, el comercio, la migración, la vida entre el polvo. Mencionó el libro Monterrey 24, libro compuesto por 24 narraciones por 24 autores regiomontanos, y una larga lista de autores que encarnan esa estética del norte —Eduardo Antonio Parra, Irma Sabina Sepúlveda, Hugo Valdés Manríquez, Dulce María González, Minerva Margarita Villarreal y Carmen Alardín—. En su visión, el desierto no es esterilidad, sino el lugar donde brota la imaginación más tenaz, la que florece como bugambilia entre la piedra.
En el turno de Alexandra Moreno, la conversación se inclinó hacia el símbolo. Recordó cómo, al comienzo de su escritura, buscaba paisajes lluviosos o nublados, y cómo con el tiempo descubrió que también en la sequedad hay belleza. Esa aridez —decía— se parece a la soledad del alma. Compartió su poema "Dunas", un texto donde la arena y el cuerpo se confunden hasta volverse uno mismo, como si el tiempo se deshiciera entre los poros. Su mirada fue más introspectiva: cada quien, concluía, termina encontrando su propio tipo de desierto.
En medio de las intervenciones surgieron nombres que completaron el mapa: Jesús Gardea, con su simbolismo austero del norte; David Toscana, con El último lector, novela situada en el desierto de Icamole; y Edmond Jabès, citado por Armando Alanís por su forma de convertir el exilio y el silencio en materia poética. La conversación fue enlazando geografías y lenguajes hasta formar una imagen colectiva del desierto como lugar de origen, de escritura y de resistencia.
Hacia el final, el diálogo giró hacia lo que viene. Armando Alanís habló del desierto como metáfora del futuro: un territorio donde la reflexión debe resistir frente a la inmediatez, la desinformación y los efectos de la pandemia. Óscar Bonilla retomó esa idea, pero con un matiz más personal: cree que la literatura del norte se dirige hacia una voz individual, menos dependiente de las categorías regionales. También planteó una preocupación compartida: el avance de la inteligencia artificial en la escritura. Según él, la verdadera literatura seguirá dependiendo de esa conexión invisible entre dos conciencias humanas: la del que escribe y la del que lee.
Por su lado, Lorena Sanmillán insistió en el valor de la autenticidad. Frente a un entorno saturado de fórmulas, dijo que el reto del escritor será escribir desde lo vivido, desde lo que duele y lo que conmueve. Alfredo Castro cerró su reflexión reivindicando la incertidumbre como método. El desierto, decía, se mueve con nosotros, con nuestras emociones, con las problemáticas sociales y personales que atravesamos. Lo importante es dejarlo hablar, dejarlo respirar dentro de los textos.
Alexandra Moreno volvió sobre la idea de que el desierto es también una condición del alma. Habló del vacío, de la soledad que cada quien lleva dentro, y de cómo esa sensación nunca desaparece, por mucho que cambie el paisaje. Lo que persiste es esa necesidad de sentido que empuja a escribir.
En la despedida, compartí la sensación general que había quedado: el desierto no es ausencia. Está lleno de voces, símbolos y vida. A lo largo de la charla, entendimos que escribir desde el norte no es solo registrar la sequedad del entorno, sino aprender a escuchar lo que late debajo: la memoria, la resistencia, la belleza que insiste.
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