Estelas de maldad. Reflexiones sobre la naturaleza humana


La maldad en el ser humano ha sido un tema central en los debates entre filósofos, psicólogos y teólogos a lo largo de la historia. Es sumamente interesante explorar la complejidad de la naturaleza humana y de la moral desde diversas perspectivas, incluyendo la filosofía, la psicología e incluso las religiones. Thomas Hobbes y San Agustín sostienen que los humanos tienen una inclinación innata hacia el mal, ya sea debido a su naturaleza egoísta o al concepto del pecado original. San Agustín expresó acertadamente: “Todo mal es un defecto que depende de la libertad de nuestras acciones, y aunque no existe como realidad, sí existe en la realidad de nuestras acciones”.

Contrariamente, Jean-Jacques Rousseau sostiene que las personas son fundamentalmente buenas, atribuyendo la maldad a la corrupción social e institucional. Immanuel Kant y Friedrich Nietzsche presentan perspectivas divergentes: Kant considera la maldad como una elección consciente: “El hombre es por naturaleza malo”; mientras que Nietzsche cuestiona las normas sociales que delinean lo bueno y lo malo. Desde la psicología, Sigmund Freud argumenta que los impulsos primitivos pueden desencadenar la maldad si no son regulados por la civilización. En términos teológicos, el cristianismo introduce el concepto del pecado original y la posibilidad de redención. La noción de una culpa hereditaria es difícil de aceptar. 

Personalmente, considero que la inclinación al mal es una característica inherente del ser humano, pero cada individuo es responsable de sus propias acciones y decisiones morales. Por ejemplo, el budismo atribuye el mal a la ignorancia y al apego, planteando una visión diferente a la de la culpa original. Nos encontramos ante una pregunta fundamental: ¿La maldad es una predisposición innata o se debe a la influencia social y a nuestras decisiones individuales? 

Si buscamos una definición para esta palabra, pues tenemos primeramente que son acciones, intenciones o resultados que son moralmente condenables según los estándares éticos o normativos de una sociedad o comunidad específica. La maldad implica la intención deliberada de causar daño, sufrimiento o injusticia hacia otros seres humanos o el entorno natural. También existe otra dimensión de la maldad: la falta de compasión, la insensibilidad hacia el dolor ajeno o la explotación en beneficio propio. Nunca he llegado a ese extremo. Es innegable que los niños pueden ser un tanto crueles. En mi caso, solía responder con pisotones a los compañeros de escuela que eran molestos y persistentes. Un simple pisotón era suficiente para que me dejaran en paz. Era una especie de solución rápida, aunque ahora reconozco que había alternativas más adecuadas. Otro incidente que podría considerarse malicioso fue clavarle la punta de un lápiz a una compañera que también era bastante irritante. Esto ocurrió después de que ella me arañara el brazo días antes. Hasta aquí podemos decir que la “maldad” estaba justificada. 

A medida que he madurado, he notado que la crueldad se hace más visible en nuestras vidas. Algo que siempre he sentido, incluso ahora, es la ira. Desde mi adolescencia, he sentido esta fuerza latente. La experimenté por primera vez cuando tuve pocas oportunidades para socializar con mis compañeros, aventurarme y hacer cosas típicas de adolescentes, siempre consciente de los riesgos y consecuencias. La atmósfera en casa era asfixiante. Mi educación fue muy tradicional y conservadora, y cualquier desviación de esa norma desencadenaba el caos.

Cuando me independicé, tuve que adaptarme a la libertad de no ser vigilada constantemente, y por primera vez, mis padres no iban a intervenir para sacarme de los lugares donde quería estar. No era cuestión de salir de fiesta, sino de dedicarme a proyectos escolares, grabar videos, escribir sobre lo que me apasionaba. El interés por el sexo llegó más tarde; en aquel entonces, disfrutaba explorando ideas, inventando cosas, capturando el mundo y mis emociones en una página en blanco. No obstante, la ira se enraizó profundamente en mi interior y, tarde o temprano, estalló. Hubo un cambio significativo antes y después de ese momento. 

Hubo otro momento de ira y, quizás, un destello de maldad con el primer marido. Siempre he sostenido que uno puede simular vivir feliz durante un tiempo; uno puede engañarse y actuar como si nada estuviera mal. Sin embargo, el desamor comienza a abrir una herida, una herida que con el tiempo se vuelve profunda. Experimentar la falta de afecto, la incapacidad de vivir la intimidad, de compartir travesuras y explorar plenamente el cuerpo, fue una experiencia que me sumió en una profunda y preocupante oscuridad emocional. Cuando sentí que la ira estaba a punto de desatarse completamente contra aquel marido, sin importarme las consecuencias porque su vida me importaba un comino, supe que era hora de tomar un nuevo rumbo. Alquilé un departamento en el centro de la ciudad y con el tiempo, mi vida empezó a encontrar un nuevo camino.

Otro momento que me ha dejado desorientada, más irritable, y tal vez más hiriente y susceptible, es la llegada de los primeros síntomas de la menopausia. Al alcanzar la edad de los cambios, estos han irrumpido con una intensidad abrumadora, afectando profundamente mis pensamientos y dejándome vulnerable. He sentido ganas de torcerle el cuello a más de una persona, aunque no sepa ni por qué o para qué. Estoy considerando seriamente adquirir un saco de boxeo para canalizar esta ira que a veces me resulta difícil contener y he decidido retomar con seriedad mis sesiones con el psicoterapeuta. Más allá de esto, no puedo recordar otras acciones maliciosas; quizás quienes han compartido nuestras vidas tengan más claridad sobre estos episodios. 

Hay algo que siempre me mantiene conectada con la realidad. Mis gatas han sido testigos de esta montaña rusa emocional, y aunque mi estado de ánimo sea variable, ellas están a mi lado. En este momento, Albi descansa junto a mí en la silla, Piri está cerca de la computadora y Tomasa se encuentra en la esquina del escritorio. Al final del día, encuentro serenidad al conversar con el marido, al observar a mis gatas jugar o simplemente al contemplarlas dormir, entregadas al sueño como si nada más existiera en ese momento. 

Lo sé, hablo de una tranquilidad efímera que disfruto, pero como humanos, parece que estamos destinados a buscar la confrontación. Bien lo escribió Pablo Neruda en el poema “Pobres muchachos”: “Cómo cuesta en este planeta / amarnos con tranquilidad: / todo el mundo mira las sábanas, / todos molestan a tu amor. / Y se cuentan cosas terribles / de un hombre y de una mujer / que después de muchos trajines / y muchas consideraciones / hacen algo insustituible, / se acuestan en una sola cama. // Yo me pregunto si las ranas / se vigilan y se estornudan, / si se susurran en las charcas / contra las ranas ilegales, / contra el placer de los batracios. / Yo me pregunto si los pájaros / tienen pájaros enemigos / y si el toro escucha a los bueyes / antes de verse con la vaca. // Ya los caminos tienen ojos, / los parques tienen policía, / son sigilosos los hoteles, / las ventanas anotan nombres, / se embarcan tropas y cañones / decididos contra el amor, / trabajan incesantemente / las gargantas y las orejas, / y un muchacho con su muchacha / se obligaron a florecer / volando en una bicicleta”.

Fotografía de Pexels.

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