Una novela sobre la gratitud, sobre lo importante que es poder dar las gracias a aquellos que nos han ayudado en la vida. “Hoy ha muerto una anciana a la que yo quería. A menudo pensaba: Le debo tanto. O: Sin ella, probablemente ya no estaría aquí. Pensaba: Es tan importante para mí. Importar, deber. ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?”, reflexiona Marie, una de las narradoras de este libro. Su voz se alterna con la de Jérôme, que trabaja en un geriátrico y nos cuenta: “Soy logopeda. Trabajo con las palabras y con el silencio. Con lo que no se dice. Trabajo con la vergüenza, con los secretos, con los remordimientos. Trabajo con la ausencia, con los recuerdos que ya no están y con los que resurgen tras un nombre, una imagen, un perfume”.
Subrayados
* ¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda.
* Hoy ha muerto una anciana a la que yo quería. A menudo pensaba: «Le debo tanto.» O: «Sin ella, probablemente ya no estaría aquí.» Pensaba: «Es tan importante para mí.» Importar, deber. ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?
* Cuando los veo por primera vez, siempre busco la misma imagen: la imagen de antes. Tras sus miradas borrosas, sus gestos inseguros, sus cuerpos encorvados o doblados por la mitad, busco al muchacho o a la muchacha que fueron. Me gusta ver fotos suyas de cuando miraban al objetivo sin tener la menor idea del deterioro que iban a sufrir –o era una idea puramente teórica–, de cuando se mantenían en pie sin necesidad de ninguna ayuda.
* ¿Por qué dices «la gente mayor»? Deberías decir «los viejos». No está mal «los viejos». Hay que hablar preclaro. ¿No dices «los jóvenes»? ¿No dices «la gente joven»?
* Michka se queda callada unos instantes. Luego me mira fijamente a los ojos y dice: –No se arreglará, ¿verdad? – ¿El qué? –Todo esto. Lo que se va, lo que se esfuga a toda velocidad. ¿No se arreglará?
* Se queda callada unos instantes, como asimilando la información, y pienso que quizá esté haciendo la lista de todo lo que puede hacerse con treinta y cinco años y que para ella ya es imposible.
* Tengo miedo, Michk’... No sé si soy capaz. Capaz de tener un hijo. Me da miedo equivocarme. Repetir los mismos errores, o que se repitan aunque yo no quiera, como una maldición, como una fatalidad, algo que estuviera ahí, en la sombra, en el recuerdo, en la sangre, en la historia de la humanidad, algo contra lo que no puede hacerse nada. ¿Me entiendes? ¿Y si no tengo suficiente amor, suficiente paciencia, suficiente atención? ¿Cómo puedo saber si soy capaz de educar a un niño, de entenderlo, de cuidarlo? ¿Seré capaz de hablar con él, de enseñarle las cosas importantes, de dejar que suba solo al tobogán, que atraviese la calle sin darme la mano y de dársela yo cuando él lo necesite? ¿Sabré cómo hacerlo? Me da miedo no quererlo, me da miedo quererlo demasiado, me da miedo hacerle daño, me da miedo que no me quiera.
* Eso lo cambia todo, Marie. Tener miedo por otro, otro que no seas tú. No sabes la suerte que tienes.
* Sí... Pero somos viejas, qué quieres. Ya te lo he dicho, tenemos que ser... realísticas, llega un momento en que la cosa no da más de sí. Es mejor que se acabe. No me da pena, pero me da miedo.
* Cuando voy a ver a Michka observo a las residentes. A las muy muy viejas, a las moderadamente viejas y a las no tan viejas, y a veces tengo ganas de preguntarles: ¿todavía os acaricia alguien? ¿Todavía os abraza alguien? ¿Cuánto hace que otra piel no entra en contacto con la vuestra?
* Me vino a buscar una prima de mi madre. Yo tenía diez años y no la había visto nunca. Durante la guerra había conseguido huir e instalarse en Suiza, en casa de unos amigos.
* Tiempo después, me puse a investigar. Encontré su rastro. Lo que habían vivido, por dónde habían pasado. Drancy, Auschwitz. Pero también estaban los recuerdos, que me asaltaban cada vez más a menudo y me atormentaban.
* Como si fuera una ficción, un sueño que yo había inventado. Comprendí que las preguntas engendraban dolor y que no iba a encontrar ninguna respuesta.
* Aquella mujer me acogió porque era su deber. No tenía mucho dinero, pero pagó por mi educación.
* La última, poco antes de que muriera, me lo contó todo. Me habló de la joven pareja, Nicole y Henri, que habían arriesgado su vida para salvar la mía. No estaba segura de sus nombres, pero a mí me sonaron al instante de un modo íntimo, familiar. La prima de mi madre apenas sabía nada de los tres años que yo había pasado con ellos.
* Envejecer es aprender a perder. Asumir, todas o casi todas las semanas, un nuevo déficit, una nueva degradación, un nuevo deterioro. Así es como yo lo veo.
* Un día ya no puedes correr, ni caminar, ni inclinarte, ni agacharte, ni levantarte, ni estirarte, ni encorvarte, ni darte la vuelta de un lado, ni del otro, ni hacia delante, ni hacia atrás, ni por la mañana, ni por la noche, ni nada de nada. Solo puedes conformarte, una y otra vez.
* A veces conviene aceptar el vacío que deja la pérdida. Renunciar a la distracción. Aceptar que ya no hay nada que decir. Permanecer sentado, a su vera. Cogiéndola de la mano.
* Veo, como si estuviese allí, esas extensiones vacías, áridas, esos caminos devastados que surgen en mitad de sus frases cuando intenta hablar. Paisajes desolados, sin luz, de una trivialidad inquietante, y nada, absolutamente nada, a lo que aferrarse. Imágenes del fin del mundo.
* –Yo también quiero darte las gracias, Michka. Gracias por todo. No sé qué habría sido de mí sin ti. Sin ti no habría podido quedarme en la calle de los Amandiers, sin ti seguramente no habría encontrado un sitio donde refugiarme. Y después no habría podido estudiar, y cuando me puse enferma también estuviste a mi lado, y no tengo claro que hubiese podido... superarlo. Sin ti.
* –Sabían perfectamente lo que hacían. A lo que se arriesgaban. Quemaron tu abrigo con la estrella amarilla cosida. Te escondieron durante todo aquel tiempo. A los vecinos y a los amigos les dijeron que eras una sobrina. En octubre de 1943 hubo una redada en La Ferté-sous-Jouarre, quince personas fueron deportadas. Nicole y Henri, temiendo que alguien los hubiera denunciado, te escondieron en la granja, bajo una lona, durante toda la noche, pero no apareció nadie. Tiempo después, terminada la guerra, una buena mañana una mujer llamó a la puerta. Era la prima de tu madre. Tu madre le había escrito una carta con un plano, dibujado de memoria, donde le indicaba el lugar en que te había dejado. Por si se torcían las cosas. Tus padres fueron deportados pocos días después del episodio de La Ferté. Esta es la historia que Nicole y Henri Olfinger le contaron a su hija, Madeleine, que nació después de la guerra. Tu historia. Cuando te acogieron, acababan de casarse. Henri murió hace algunos años, pero Nicole sigue viviendo allí. En una residencia de la región. A sus noventa y nueve años.
* Alguien debería avisarnos cuando la gente está a punto de morir. Me da igual si es por propia voluntad o no, al fin y al cabo eso es cosa suya. Pero deberíamos recibir una carta, una advertencia, un SMS, un mensaje de voz, un email, yo qué sé, algo meridiano, sin ambigüedades: atención, señor Menganito, la señora Fulanita, su primo…
Vista previa instantánea de Kindle gratis: https://a.co/dD4v7vE
***
¡Agradezco sus aportaciones en la sección de comentarios! Ten paciencia, los comentarios en esta página se moderan. Te invito también a formar parte del grupo #EscribirPoesía en Facebook. Ya somos más de 1, 400 miembros. En este grupo pueden también dejar sus aportaciones para esta dinámica.
0 Comentarios
NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.