La tristeza llega cada cierto tiempo y se aferra como si se tratara de un nuevo cuerpo o una nueva piel. Por años nos han dicho que estos cambios son “normales”; se habla de una variedad de factores como hormonas, estrés, estado de ánimo, eventos de la vida, entre otros. Aun así, no entiendo nada de esta tristeza y menos cuando, con su aguijón certero, nos lleva a una profunda depresión.
Vivimos días luminosos (no importa que luego se pierdan) y días tremendamente oscuros. “Sin la tristeza dejamos de apreciar la felicidad”, dicen. En los días sombríos, la ausencia se vuelve honda, ese alejamiento. Nombres, escenas, sonidos, sitios que jamás volveremos a visitar nos tumban y convierten en nudo las emociones. Luego, la “normalidad” con que las cosas del mundo suceden. Sin embargo, no es necesario hablar mucho para que la imperfección se asome y retornen las estampas fragmentadas, aterradoras. Para vivir los rostros múltiples de la existencia bastan unos cuantos días. Agreguemos, en favor de nuestra ruina, semanas, meses, años. En el mar suave y calmado o turbulento e impredecible, las personas que son pasado y lo fundan.
Es necesario el estremecimiento para que el acto de la aparición suceda, aunque mucho de ese acto se escape de la propia conciencia. Del estremecimiento: colores, texturas, aromas, paisajes, y claro, la palabra. He escrito sobre ello, aunque cada vez más insegura de que las cosas hayan sucedido así. Saber si recordamos con exactitud es tarea un tanto infructuosa. Lo que hacemos, es ampliar las reminiscencias hasta volverlas, en la ficción, recuerdos abundantes.
En esos días un tanto tristes, depresivos, un tanto felices al final, la poesía me ha permitido reconstruir, por ejemplo, la figura de mi abuela paterna Clara que no conocí y, a perpetuar la memoria de mi abuela Camila, la mamá de mi madre que, por cierto, vivió bastante tiempo, casi cien años. Camila y mi abuelo Fidencio, sostienen una parte de la infancia así como la sostienen mis tías Olivia y Clotilde, de quienes también he escrito un puñado de textos. Por cierto, mayo es el mes en que Olivia cumpliría 90 años. Me hubiera gustado convivir más con ella en los últimos años y aquí es donde ese pañuelo violáceo cubre la escena. Vamos de un estado a otro en el ciclo de la vida. En el contexto de la filosofía oriental, se entiende como un ciclo de “samsara”, donde los seres atraviesan múltiples vidas influenciados por el karma hasta alcanzar la liberación. Tradiciones occidentales como el estoicismo y el existencialismo enfatizan la aceptación serena de la naturaleza cíclica de la vida o la confrontación con la libertad y la angustia existencial. El ciclo de la vida implica cambio, transformación y confrontación con la temporalidad y finitud de la existencia humana.
En el libro Cuando el cielo se derrumbe (El tucán de Virginia, 2007) incluí un poema que, un par de años antes, escribí a mis abuelas. Lo leo ahora, con otras historias de por medio, y pienso que, independientemente de la forma, la estructura, las palabras, tal vez sus fallos, el poema me parece adecuado y, también lo considero, un poema feliz, pese a la oscuridad que me rodeaba entonces, y a esta sombra que ahora, procura acompañarme. Está marcado por un periodo difícil en mi vida, pero el poema, por fortuna, parece cimentarse en la dicha que ilumina y protege. ¡Qué maravilla descubrirlo así! Para mis dos abuelas: Clara y Camila este sencillo homenaje hasta el cielo. Y que la vida lo comprenda, retomando unas líneas de Enrique González Martínez.
Mi abuela tiene los ojos claros,
como los de mi padre,
como los de mi madre.
No es la misma mujer
aquella que veo subir
cuesta arriba hasta la plaza
donde el ingenio
se deshace en vapores.
A mi abuela Clara la conocí
a través del presentimiento,
cuando hay un trompo
girando
en el vuelo de la tarde
y las abejas
tiñen de caprichos
su falda o su blusa.
Todo lo que sé de ella
lo aprendí de mi padre.
Mi abuela Camila es alegre,
sabe de un cielo habitado por voces,
canciones como la mejor herencia.
Sé de largos pasillos
en aquella casa construida por mi abuelo
–ese muchacho de dieciséis
defensor y revolucionario–
donde emergimos
a los primeros juegos,
al ir y venir tras las lagartijas,
los pájaros
en la reverberación del viento.
Ambas,
aunque los años nos separen
y sea escarcha la fronda de los días,
rezan por mi destino.
Fotografía de Pexels.
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