El orden del mundo de Gabriela Cantú
Westendarp abre un campo fértil de asociaciones que trascienden la mera lectura
poética. El libro, con su arquitectura semejante a la tabla periódica, se
convierte en una suerte de enciclopedia lírica donde ciencia, memoria y cuerpo
dialogan. En ese sentido, se pueden desplegar otros temas que amplían su
resonancia y nos ayudan a situar la obra en un horizonte cultural más amplio.
Antes de adentrarnos en
la obra, conviene mencionar que El orden del mundo fue la ganadora del
Concurso Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 2024, convocado por el R.
Ayuntamiento de Torreón y el Instituto Municipal de Cultura y Educación de
Torreón, cuyo propósito es fomentar la creación poética y reconocer a las voces
que enriquecen la literatura mexicana. El jurado, conformado por Claudia
Posadas, Silvia Eugenia Castillero Manzano y Omar Alejandro Higashi Díaz,
evaluó un total de 132 trabajos provenientes de todo el país. El certamen
otorgó a la autora un estímulo económico de 100 mil pesos, un diploma y la posibilidad
de publicar su obra, la cual decidió compartir bajo el sello de Vaso Roto
Ediciones.
Para comprender el
contexto del título El
orden del mundo, resulta revelador detenerse en algunos poemas. En “Cu 29
(Cobre)”, por ejemplo, se lee: “rozan los protones, los neutrones
se dejan / frotar en el centro de la célula / y en la capa externa / los
electrones retozan”. Aquí, la danza erótica de los átomos de cobre muestra cómo
el mundo se organiza en torno a fuerzas invisibles pero constantes, las mismas que
conducen la electricidad y, metafóricamente, el deseo humano. El orden no es
rígido, sino vital y sensual. Esto me encanta de la poesía de Cantú, esa
relación tan sugestiva entre ciencia y cuerpo, entre lo microscópico y lo
íntimo, que transforma la materia en experiencia erótica y convierte la física
en lenguaje del deseo. Es como si su propósito fuera revelar los secretos que
habitan nuestro interior. En “H 1”, dedicado al hidrógeno, la voz
poética compara las obsesiones con supernovas: “¿Será mucho pedir que la fuerza
del hidrógeno expulse / de mi mente esas ideas que persisten en su golpeteo?”.
El título del libro cobra sentido porque cada elemento, en su especificidad,
refleja una ley, una obsesión, un principio que rige tanto la materia como la experiencia
íntima. Y en “Ra 88”, al evocar la fascinación de Marie
Curie por el radio, se dice: “En estado puro, sin corrupción alguna, el elemento / en sí mismo es luminoso —bellísimo—”. Aquí el orden del mundo se revela como ambivalencia: belleza y destrucción, conocimiento y riesgo, amor y muerte. ¿Qué puedo decir de este hallazgo? Que la vida se teje entre la maravilla y la amenaza, y en esa dualidad se encuentra la intensidad de nuestro vivir. Piensen, por ejemplo, en contemplar un atardecer, de esos hipnóticos de nuestro Torreón, que nos deja sin aliento y al mismo tiempo nos recuerda lo fugaz del tiempo; o en sostener la mano de alguien que amamos, sintiendo la magia de la conexión cósmica entre los dedos entrelazados, conscientes de que todo puede cambiar en un instante.
Al leer el título del
libro, no puedo evitar que surjan múltiples preguntas y admiración; cada vez
que lo pienso desde un ángulo distinto, encuentro ideas fascinantes que deseo
compartir. Pensemos en el orden, conscientes de que todo orden oculta algo que
se descubre, que nos atraviesa y abre grietas en su aparente armonía. ¿Qué es
entonces esta armonía que parece sostener el mundo? Podemos imaginar El
orden del mundo como un entramado que toca cada rincón de lo que conocemos
y sentimos. Se manifiesta en la exactitud de los patrones que sostienen la
vida, en la fuerza invisible que vincula los elementos, en los ciclos que
regulan la existencia y en los misterios que apenas alcanzamos a percibir. Está
en la relación entre lo que vemos y lo que intuimos, en la armonía que permite
que todo funcione y en el desorden que siempre acecha, recordándonos que nada
es absoluto. Y aquí me detengo, porque a veces olvidamos que vivimos de manera
permanente en lo cambiante. A mí me da miedo de pronto, es lo que siento:
miedo, pero también la certeza de que lo malo es transitorio. Dije “malo”, pero
en su lugar debería haber escrito: tragedia, temor, error, pérdida, decepción,
momento doloroso. Decir que “nada es absoluto” nos recuerda que todo está en
movimiento: los sentimientos, los pensamientos, la vida misma. Lo que hoy
parece seguro, mañana puede cambiar; lo que creemos conocer puede mostrar otra
cara. Entiendo que también es un llamado a la humildad, a la apertura y al
asombro: nos invita a mirar la belleza en la incertidumbre, a encontrar sentido
en la impermanencia y a vivir con conciencia de que cada instante es único,
irrepetible.
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Transmisión en vivo de la premiación virtual, con la participación de Nadia Contreras, Ángel Reyna y la autora. |
Hablamos, entonces, de
una poesía que trasciende la mera expresión de sentimientos y que puede
transmitir conocimientos complejos, acercándose a los saberes científicos sin
perder su intensidad lírica. Desde De rerum natura de Lucrecio, en el
que el poeta romano explora el atomismo y la naturaleza del mundo con un rigor
casi filosófico, hasta los experimentos poéticos de Primo Levi en El sistema
periódico, donde cada elemento químico se convierte en metáfora de
experiencias humanas y memorias personales, se ha visto que la poesía puede ser
un vehículo de conocimiento. Cantú se inscribe en esa tradición, pero con un
gesto propio: aquí el saber no se presenta como certeza inamovible, sino como
un espacio abierto a la duda, a la hipótesis y a la metáfora. La voz lírica no
dice “esto es”, sino “pienso que podría ser”, un modo de hablar que emula el
método científico, pero desde la imaginación poética.
Otro tema clave es la
dimensión filosófica. Los nombres de Aristóteles (Había que dar orden de alguna
manera. / Entre otras cosas, / categorizar la materia / –templar la espesura de
la mente–), Tales de Mileto o Demócrito no están puestos como citas de
erudición, sino como eslabones de una genealogía del pensamiento sobre la
materia. En “Fundador del atomismo”, la evocación de Demócrito se enlaza con la
sensualidad de la unión de partículas: la filosofía antigua se transforma en
metáfora erótica. Leamos: “Demócrito dijo: un átomo / es lo indivisible / y lo
dijo 400 años a. C. / y los pensó –a los átomos– hermosamente diversos en tamaños y
temperatura / y los pensó flotando por todo el universo / y fue enfático: se
combinan / se juntan y rejuntan / y yo pienso en la unión / en la confluencia
de las partículas / en el encuentro amatorio de lo fragmentario / una copula
imperiosa como la de los amantes”. Todo el libro me cautivó, pero saben que, en
lo personal, me fascinan especialmente estos versos y su conexión tan profunda
con la ciencia, esa manera en que lo poético se entrelaza con lo exacto, lo
medible, lo invisible. Y, por supuesto, tampoco dejo de reflexionar largamente
sobre la atracción poderosa del amor. El poema sugiere que incluso lo más
pequeño y aparentemente aislado no existe en soledad. Fíjense en el poder de la
poesía: une lo disperso, mueve lo fragmentario, provoca encuentros inesperados
y da sentido a la confluencia de fuerzas que de otro modo permanecerían solas: cada
partícula busca acercarse, tocarse, resonar con otra. No me equivoco cuando
digo que la poesía sana y salva.
Así, el libro plantea que
el pensamiento no es abstracto, sino encarnado, que las ideas sobre la materia
siempre han estado ligadas a los deseos y miedos humanos. Cabe destacar también
que la obra establece un diálogo con ideas modernas que nos invitan a ver la
materia de otra manera: no como algo inerte o pasivo, sino como algo activo,
vibrante, con vida propia y capaz de interactuar con nosotros. Al mismo tiempo,
el libro despliega una dimensión antropológica y cultural: los elementos
químicos se transforman en una suerte de mitos modernos. Antes, la gente
contaba historias sobre dioses del trueno o espíritus que dominaban la
naturaleza; hoy, Cantú nos muestra que esos relatos se transforman: ahora
hablamos del cesio (Cs), del reloj atómico (Cs 55), como símbolos que nos
ayudan a entender nuestro mundo y nuestras obsesiones. La ciencia y la cultura
se encuentran, y los átomos se vuelven historias que podemos leer y sentir.
En paralelo aparece el
tema de la enfermedad y el cuerpo como campo de batalla. Los poemas sobre el
calcio, el magnesio o el titanio presentan un cuerpo vulnerable, aquejado por
dolores, rigideces, inflamaciones. Pero la mirada no es clínica, sino
existencial: cada síntoma se interpreta como metáfora de la fragilidad humana
frente al tiempo. En ese sentido, la obra conecta con una tradición de
escritura del cuerpo enfermo. Montaigne, en sus Ensayos, nos muestra un
cuerpo que duele, que envejece, que se cansa, y lo hace con una mirada íntima,
casi filosófica: la enfermedad no solo es dolor físico, sino una puerta para
reflexionar sobre la vida, la fragilidad, la mortalidad y la experiencia humana
en su totalidad. Siglos después, la enfática, Susan Sontag, en textos como La
enfermedad y sus metáforas, nos recuerda que la enfermedad no es solo un
proceso biológico, sino también un fenómeno cultural y simbólico. Ella analiza
cómo interpretamos el dolor y la vulnerabilidad del cuerpo, y cómo estas experiencias
están cargadas de significados sociales, éticos y emocionales. Si no han leído
esta obra de Sontag, es momento de hacerlo.
Este libro de poemas
también se enlaza con la historia de las mujeres en la ciencia, especialmente
con la figura de Marie Curie, evocada en la sección “Maria Salomea (reina y
santa)”. Por cierto, el poema inicia con versos exquisitos: “El color verde
pero también azul del radio / es provocador”. El libro adquiere un cariz
feminista: rescata la figura de la científica como heroína y madre simbólica de
una genealogía de mujeres que se abrieron paso en espacios dominados por
hombres. La santificación poética de Curie contrasta con la precariedad y el
dolor de su vida real, pero precisamente en esa tensión se revela el gesto crítico:
se denuncia el costo humano del progreso científico y la invisibilización de
las mujeres que lo sostuvieron. Otro eje es el de la relación entre ciencia y
destrucción. La autora recuerda que los mismos elementos que iluminan y curan
son los que han servido para la guerra: el polonio en las bombas nucleares, el
cloro en las ejecuciones, el bario en los venenos. El libro asume esa
ambivalencia: el conocimiento no es neutro, puede salvar pero también echar por
tierra. Es decir, el “santo padre del progreso”, en su afán de dominio, termina
devastando ecosistemas y cuerpos.
Finalmente, está el tema
de la memoria y la obsesión, que atraviesa toda la obra. La mente se concibe
como un cielo lleno de estrellas de hidrógeno, como un archivo de daguerrotipos
de bromo. La memoria no es sólo un proceso psicológico, sino también una
reacción química, un fenómeno material. Revisar la bibliografía relacionada con
estos dos temas (memoria y obsesión) es abrir la caja de pandora: La memoria y
la obsesión no son sólo procesos psicológicos, sino también reacciones
químicas, fenómenos materiales que vibran en nuestro cuerpo y atraviesan
nuestra mente. Cada recuerdo, cada imagen que se repite una y otra vez, deja
una huella física: conexiones que se fortalecen, moléculas que se reorganizan,
impulsos que se disparan. No son algo etéreo que flota en el aire, sino un
entramado de fuerzas que se combinan y transforman, como si cada pensamiento
obsesivo fuera también un pequeño experimento de laboratorio en nuestro
interior. Piensen, por ejemplo, en esa canción que no pueden sacar de la
cabeza, o en una conversación que sigue girando en su mente: cada vez que la
recuerdan, algo en su cuerpo y en su mente se reorganiza, y la emoción vuelve a
sentirse viva, casi tangible. El libro propone que lo que somos —nuestros
recuerdos, nuestros dolores, nuestros amores— se sostiene en la alquimia de
átomos que se combinan y desintegran.
En conjunto, El orden del mundo
no es sólo un poemario sobre ciencia, sino un mapa que enlaza poesía,
filosofía, antropología, historia de la ciencia y memoria personal. Continua
una tradición poética que vemos desde Sor Juana Inés de la Cruz, con su manera
de cuestionar el conocimiento y la autoridad desde la voz femenina, hasta
Octavio Paz, quien combina filosofía, historia y percepción poética para
explorar la identidad y el universo. La poesía de mis favoritos Coral Bracho,
José Emilio Pacheco o Elsa Cross también dejan constancia de que lo poético
puede convertirse en un laboratorio de ideas, emociones y memoria. En este
libro, cada poema es como un reactivo que revela la huella cultural de un
elemento, y al mismo tiempo una confesión íntima. De ahí su relevancia.
Trascripción de la premiacion virtual. Haz clic AQUÍ
Imágenes tomadas de diferentes sitios de Internet.
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