Breves apuntes sobre el eclipse y otros recuerdos


Sucedió el eclipse. A la hora señalada se oscureció y vinieron los gritos, los aplausos. Creímos que no se vería nada, dijeron las voces. La ciudad había reportado cielos completamente nublados y ahora, casi nueve horas después, se ha soltado el viento. La mañana fue distinta, me levanté muy temprano y mientras conducía hacia uno de los puntos de observación, pude ver el barullo de la ciudad. Había filas largas de autos esperando encontrar un lugar para poder apreciar el suceso. Desde que cerré la reja de la casa sabía que estaba por vivir algo distinto. No recuerdo casi nada del eclipse de 1991 que según, el reporte histórico, fue como el de hoy. El 11 de julio de 1991 se produjo. Empezó, dicen, en el océano Pacífico y Hawái, continuó a través de México y siguió por Centroamérica hasta Sudamérica. Tuvo una duración récord en su punto máximo de 7 minutos y 2 segundos. Tenía 15 años y me debatía entre una fiesta de quince años (para complacer a los papás) o viajar a la ciudad más grande del mundo, como dice Olga Lucía, en Figuraciones. Quería conocer la ciudad de México e internarme en sus librerías; sabía sus nombres y también el lugar exacto en que se encontraban. Para entonces, los periódicos y revistas cumplían su cometido de darnos un norte para quienes queríamos experimentar en territorios nuevos. El uso del internet doméstico aún estaba en ciernes. Fue hasta 1995 o 1996 que pudo entrar a las casas. Uno se sentaba frente al ordenador, lo encendía, abría la aplicación de marcación telefónica y cuando pulsaba en conectar, la caja que estaba junto al monitor comenzaba a emitir una serie de pitidos indescifrables. He visto, por ahí, en algunas páginas de internet, que a esos sonidos les llaman “Los pitidos de la nostalgia”. Aclaración: no se podía hablar y navegar al mismo tiempo.

No sé exactamente que hacía a esa hora del eclipse de 1991, supongo que estaba por concluir mi última clase del día. La secundaria la cursé en Tonila, Jalisco, un poblado cercano a Quesería, a unos diez minutos de distancia. O quizá, había culminado mi segundo año y me encontraba de vacaciones, en casa de mis tías, de seguro. Salíamos y yo era de las que aventaban la mochila al rincón sabiendo que a los sobrantes del lonche le saldrían hongos y olerían horrores. Eso de aventar la mochila lo sigo haciendo, la mochila o el maletín. Recuerdo, sin embargo, con más claridad, el eclipse solar anular que ocurrió en 1984. ¡Qué ironía! Fue un 30 de mayo de 1984. Ocurrió entre las 11 o 12 del día, tal vez. Recuerdo que alguien nos había enseñado a mirar el eclipse haciendo un orificio en una hoja para luego tomar otra que servía como pantalla. Así, de manera segura, ocurría la maravilla. 

La primaria fue un periodo agradable. Me gustaba la escuela, aunque con el tiempo la educación religiosa no tanto. Había una cancha gigantesca para correr, jugar tanto voleibol como básquet. Fui mala para los deportes, el alcance de mi vista era deficiente y mis piernas y brazos no eran tan fuertes. No son tan fuertes. Las clases se interrumpieron para que pudiéramos mirar el eclipse, así, por medio de esa pantalla blanca. A partir de ahí, me interesó el cielo, el movimiento de los astros, los misterios ocultos tras el sol, la luna o las estrellas. En esa época vivíamos en la colonia obrera, un complejo habitacional para los trabajadores del Ingenio Azucarero. Nuestra casa estaba en altos y desde ahí el cielo y su horizonte se abrían en todo su esplendor. En 1985, por ejemplo, esperé con ansias el paso del cometa Halley. Era el mes de noviembre. Desde el jardín lo vi claro, extendido, brillante. Muchos años después intentaría escribirle una serie de textos, pero todo quedó en intento, la emoción estaba lejos. 

El eclipse de hoy fue distinto. Abrí los ojos y los oídos para hacer un registro puntual. Hice capturas con el celular pero también con los sentidos buscando que las escenas fijaran su huella indeleble. Es lo que contaremos a quienes vienen o a quienes están muy pequeños y no recordarán nada de lo acontecido. El próximo eclipse solar total será visible en México, el sábado 30 de marzo del 2052. Yo tendré 76 y deseo llegar hasta a ese momento, con el marido, con la familia, con mis tres gatas. Es decir, que la memoria no se apague. “Cada minuto de este oro / ¿no es toda la eternidad?”, escribe Juan Ramón Jiménez. “Esto que estamos viendo no ocurrirá de nuevo, sino hasta el 8 de abril del año 2024, para los habitantes de la República Mexicana”, expresó el periodista Jacobo Zabludovsky la tarde del 11 de julio de 1991, cuando “se hizo de noche en pleno día y luego volvió a amanecer”. Se cierra el día, queda el centelleo de esta felicidad, sus ecos. 

08 de abril de 2024. Torreón, Coahuila.
#eclipsesolar2024

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