Abril de invierno descolorido


Estoy acostada. Me he levantado para cerrar la ventana. No me gusta sentir el frío helado de las mañanas y en los últimos días hemos tenido climas atípicos. Las mañanas, para mi gusto, bastante frías. El invierno se niega a retirarse, aunque los árboles desde hace semanas comenzaron a florecer. Hay un poema de Teófilo V. Méndez Ramos que dice: “Florecerán las rosas... Pero al cierzo / del invierno estarán descoloridas”. Así el amanecer. 

El frío entra y se cuela por debajo de las cobijas. ¡Qué horror sentir esa ráfaga en los pies! Las palomas también iniciaron desde temprano su algarabía y dos de ellas, a un costado de la ventana, se aparean. Que agresivo es el macho, está arriba de la hembra y más que un acto de amor es ritual para el crimen. Hay un libro que he querido leer pero aún no llega a mis manos. Lleva como título Whoever fights monsters (podemos traducirlo como Quien lucha con monstruos), publicado en 1992. En él, el exagente del FBI Robert K. Ressler narra cómo, a mediados de los setenta, introdujo en esa agencia la práctica de entrevistar a asesinos seriales convictos, enfocado en el tema de los asesinatos rituales. Es la tentación por un lado de mirar esos abismos pero también el miedo a quedarse en ellos, parafraseando a Nietzsche. Confieso, una de mis películas favoritas es El silencio de los inocentes o El silencio de los corderos (1991). Imposible no escuchar la canción Goodbye Horses de Q Lazzarus, durante el grotesco baile de Gumb, interpretado magistralmente por Ted Levine. Vuelvo a las palomas. El macho se ha quedado quieto junto a la hembra. Me gustaría que en lugar de palomas fueran vencejos (en México las llamamos golondrinas, aunque éstas son más pequeñas), para releer algunos pasajes de Tus pasos en la escalera, novela de Antonio Muñoz Molina. Mi Antonio Muñoz Molina. Las gatas (tengo tres) también observan inquietas, batiendo sus colas y haciendo ese chirrido que hacen cuando está activo, por decirlo de algún modo, su instinto de caza.  

Tomo el celular y escribo. Me gusta mirar cómo la pantalla comienza a llenarse de palabras, de ideas, de espacios vacíos que cuando esté en la computadora debo llenar; me gusta esa sensación también de colmarme de sonidos como si escuchara una melodía rítmica y que, por su naturaleza, invita al baile. Pero no bailo, tengo dos pies izquierdos. Escribo la mayoría de las veces acostada, muy de mañana o muy avanzada la noche. El texto, una vez acotado en el celular, lo llevo a la computadora y durante el día, el mismo o el siguiente, lo termino, aunque terminar es un decir. Una se obliga a concluir, como también se obliga (no sé si “obligar” sea el término adecuado) a cerrar ciertos capítulos de la vida, sobre todo aquellos desagradables. Fue Borges quien dijo que se publica para dejar de corregir. La sobrecorrección, dicen, tampoco es buena. Damos, pues, vuelta a la página. Con este texto será igual, una vez concluido y revisado en la computadora, lo arrojaré como otras tantas botellas al mar.  

A lo largo del día leo bastante. Periódicos, libros, poemas y todo lo que me encuentre y me mueva, me erice lo pelos de la barba como dice Graves en La diosa Blanca, aunque no tengo barba, es preciso aclarar. Lo que no me gusta lo dejo sin remordimiento. Las ideas surgen, las desarrollo en nuevos textos o las dejo ir; si no hay emoción, la escritura resulta estéril. La escritura intensifica la vida pero también devela lo que a simple vista no miramos. Es radiografía precisa de nuestra existencia y la del mundo. Escribo con un plan de trabajo o sin él. Para los libros de poesía redacto una ruta pero para estos textos no, ni para el relato o la crónica. Me he quedado más en la poesía, la reseña, y los textos que en su conjunto podrían llamarse La escritura del instante, porque eso son, instantes, pulsiones. Me siento cómoda con estos géneros; en la brevedad, en la abstracción, el lenguaje tiene más posibilidades, si algo sobra, la imagen se debilita. Hablo de vivir la imagen, ser la imagen (¡qué ambición!). Anaïs Nin lo dejó muy claro en su Diario 5 (1955): “No seré una simple turista en el mundo de las imágenes, espectadora de imágenes que pasan por mi lado y en las que no puedo vivir, a las que no puedo hacer el amor y poseerlas como fuentes perpetuas de alegría y éxtasis”. 

Hasta hace algunos años, tal vez bastantes años, mi escritura se enfocaba en los problemas de mi existencia. El último libro que escribí con esta orientación lleva como título Cuando el cielo se derrumbe. El abandono de mis primeros padres, la infancia, la adolescencia, me habían helado el corazón (hay un eco aquí de Anne Comming). Las lecturas de esa época giraron en buscar respuestas y las encontré parcialmente; la escritura, abonó otro tanto. No creo que estuviera aquí sin el poder sanador de la escritura, lo digo sinceramente. A Amado Nervo y a la escritura les debo mi vida. Con los años mi mirada se fijó en otros puntos, por ejemplo, la relación entre ciencia y poesía, pintura y poesía, medicina y poesía. No porque lo anterior esté acabado (hay algo que queda, algo que re-vive y lacera); no porque el primer marido, su amor rancio, esté bajo tierra. La edad nos permite mirar hacia otros ángulos. Vemos con más claridad nuestro ambiente, nuestro contexto que es también el contexto de los otros. La edad, sin duda alguna, nos humaniza y nos prepara para afrontar las embestidas de las épocas. Dicen: “La forma más sana de vivir es saboreando el presente, entrando del todo y saliendo del todo de cada situación”. Lo contrario ¿cómo puede ser posible? 

Me interesa seguir con la mirada al frente, trabajar en la gestión y la cultura (son muchos años de hacerlo), escribir y hacer libros, vivir el amor a plenitud como lo vivo ahora y vivir el punto máximo con la familia, el marido, las y los amigos que para mi fortuna son cada vez más. Creo en la escritura como un centro gravitacional; en él, podemos escribirnos, reescribirnos, fortalecernos. Así cambiamos, así nos acercamos, así somos uno con el otro.

Tomasa duerme a mi lado, Albina y Piri hacen lo suyo en sus respectivas camas. Las manecillas del reloj han avanzado. Escucho la respiración del marido y a lo lejos la fiesta de los pájaros. Le digo a Tomasa que se mueva, quiero levantarme y lo hace con la parsimonia típica del gato; en el letargo se estiran y se contraen como si el futuro estuviera a nuestras espaldas (como lo está para algunas culturas), y las sombras, esas que sólo ellos ven, nos atajaran de lado o de frente. Abro la ventana, las dos palomas se han ido y delante de mí la mañana sigue nublada y fría. 

Imagen de Pexels. 

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