Poco a poco se filtran el gris y el negro. Breves apuntes sobre un matrimonio


Vimos la película Cuesta abajo (2020). El argumento: un padre de familia sentado en la terraza de un complejo turístico, abandona a su esposa e hijos cuando ve que se viene una avalancha de nieve. Están de vacaciones en los Alpes.
 
Remake hollywoodense de la película, según dicen muy buena, Force Majeure, Cuesta abajo es protagonizada por Will Ferrell como Pete y Julia Louis-Dreyfus, como su esposa Billie. No he visto la película original por lo que no tengo un punto de comparación ni intento realizar un análisis. Acertada o fallida, la película me hizo pensar en aquel tiempo cuando la vida se tornó avalancha como la que estuvo a punto de ser fatal en la vida de la esposa y los dos hijos.
 
La vida, a mi alrededor y dentro de mí, comenzó a derrumbarse. Lentamente fui arrojada al abismo. En esa época el poema “Predestinados” de Rosalía de Castro, cobró demasiada importancia. Aunque no lo quisiera, el abismo me atraía. En la película, los protagonistas viven su vida por separado, no hay coincidencias, no hay nada en común, y entre los dos se interpone el silencio atronador. Yo lo llamé “hielo”; en varios de mis escritos aparece la expresión: “El hombre hielo”. Mi primer matrimonio lo viví y lo sentí así. Fuimos novios, nos casamos y el paso del tiempo comenzó a partirme por la mitad. Llega el momento en que pides a gritos un compañero o compañera para acostarte, “por soledad más que por otra cosa, casi siempre en estados etílicos y a altas horas de la madrugada”, como lo describe la narradora de El matrimonio de los peces rojos, colección de cuentos de Guadalupe Nettel. Tal vez como ella, pueda preguntar si aquel hombre me quería o sólo me toleraba o sólo fui pantalla para su orientación sexual.
 
Al principio, parecía tener todo bajo control. Uno puede no perder la cabeza en los primeros meses y, tal vez, soportar el distanciamiento sexual el primer año y de esa apertura emocional o, si se quiere, de esa conexión profunda y cercana a nivel emocional y físico. Me casé (porque creía y creo en esa alianza equitativa en beneficio de las dos personas) para compartir con él, además del amor en la cama, pensamientos, sentimientos, deseos y también el pasado del cual se desprende mucha oscuridad y mucha incertidumbre. Me hubiera gustado que la relación se perpetuara para “toda la vida”, y no me refiero a ese tipo de relaciones forzadas por mitos y tradiciones familiares o a contracorriente de la felicidad. No creo en los matrimonios que permanecen por esa necia lealtad a la familia, o por no hacer sufrir a los hijos; no creo en esas relaciones atadas al tiempo invertido o a las cuestiones materiales y económicas que pueden perderse una vez disuelto el pacto.
 
Se puede sobrevivir con el amor propio, con los gatos, con las plantas, con los libros y la escritura. Se puede sobrevivir a fuerza de mentiras. Puesta la máscara de la felicidad se realizan las actividades diarias, se cumplen los compromisos, se cumplen los horarios en la oficina. Puesta la máscara se acude a la cita médica, a un cumpleaños o al cine. Sin embargo, poco a poco se filtran el gris y el negro. Él no tenía interés alguno sobre mí y yo perdía la poca fe, la poca esperanza. Lo entendí: el matrimonio había sido una farsa.
 
Si quería divorciarme su exigencia fue que asistiéramos al psicólogo, yo estaba mal (desequilibrada, iracunda, ansiosa, loca, ninfómana..) y él me hizo sentirlo así a los pocos meses que comenzamos a “compartir la vida”. “Familia, me declaro culpable, tú / la culpa me empuja a la culpa”, dice un poema de Enrique Lihn. Fuimos. Luego de sus miles de razones por las que después de cinco años, nunca hubo intimidad alguna, y nunca se mostró como el esposo que simulaba ser, esa distorsión, esa superficialidad, tomé valor. Dentro de mí resonaba muy fuerte la palabra abandono: el de mis primeros padres y el del amor. No dudo que yo haya cometido errores durante ese tiempo y sobre todo al final, cuando lo que quería era renunciar, salir corriendo, hacer daño. Quieres intentarlo, me dijo el psicólogo y respondí, no, aunque existan todas las terapias del mundo, todas las posibilidades, no quiero. ¿Por qué lo iba a intentar con alguien que me hizo sentirme la peor de todas las mujeres, carente de voluntad, de fuerza, de valentía? ¿Por qué con alguien que había echado por los suelos mi autoestima? ¿Era yo acaso culpable de sus preferencias sexuales? ¿Era culpable de su propósito de simular un matrimonio cuando el fondo era la habitación fría? ¿Por qué lo iba a intentar con alguien que me hizo odiar mi cuerpo, el color de la piel, mis rasgos, mis gestos? ¿Por qué intentarlo con alguien que sin justificación me negaba el gozo, la plenitud, la libertad del cuerpo, su florecimiento? Mi error, fue quedarme tanto tiempo.
 
Ahora tengo más respuestas, pero en esa época, no. Daba vueltas en círculos, me asfixiaba y no sabía cómo abordar lo que me sucedía. Caía una y otra vez en ese abismo. Quería que me amara, que fuera dentro de mí la vida. ¿Qué me faltaba? ¿Belleza, gracia, arrojo, atrevimiento, más cuerpo, más caderas, más nalgas, más senos? ¿Mi deseo, el calor de mi piel, mi humedad, no eran suficiente para sacarlo de sus casillas y arrojarlo al encuentro ardoroso? ¿Era tan difícil hablar claro desde el principio para buscar apoyo, orientación, una salida?
 
La película me trajo tales recuerdos y no porque busque la manera de evocar a cada rato aquella época. Finalmente creo que nada se olvida, sólo se hace a un lado o se aplaza. Se dice que uno puede vivir con ello pero es mentira, aunque pasen años, eso que asfixió por tanto tiempo, vuelve tan claro como el agua de aquellos ríos de la infancia. ¿Cuidar el cuerpo? ¿Para qué? ¿Cuidar el espíritu, el alma, la devoción? ¿Para qué? A diferencia de la película en donde los protagonistas se dan la oportunidad de un nuevo comienzo, en mi caso, tomé un camino diferente. Tuve miedo, sí; me arrepiento, no.

Creía en esa complicidad irrompible: él me cuidaría y sabría de mí todos los miedos, las añoranzas y los secretos; creía en esa complicidad, incluso llevada al lecho de la muerte, como ocurre en Carta de una desconocida de Stefan Zweig: "Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero solo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final. En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora". Afortunadamente, la historia actual se escribe de otra manera.  


Fotografía tomada de Pexels

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