¡Enséñame a volar!

De Internet

Nunca he entendido por qué a los niños, acaso muy pequeños, se les compra o se les provee de una mascota. No tengo hijos, pero yo esperaría a que fueran un poco más grandes y comprendieran con mayor hondura lo que es la responsabilidad. No generalizo, hay niñas y niños mucho más responsables que los adultos. Tal vez, la culpa no sea de los infantes, sino propiamente del adulto, quien debería orientar y acompañar en todo momento. Lo anterior es porque justamente hace tres días, alguien (la mano era pequeña) se encargó de meter por una de las puertas para gato instalada en la puerta de la cochera, una gata pequeñísima de color negro, o más bien gris. El pelo de la base es negro y el más largo es gris. ¿Cuántos días tendrá?, le pregunto al marido, pero no sabemos. Quizá veinte, veinticinco. Mi mano es grade para su tamaño. Sólo escuchamos el batir de la puerta e inmediatamente después, el chillido. Tengo pues una gathija de nombre Nébula que ha movido el ánimo de mis gatas mayores y que ha dejado a Tomasa con dolor de estómago, ella que es tan territorial y tan celosa ¿Cómo es posible que lleve en los brazos a otro gato? ¿Cómo es posible que lo acaricie y lo bese? 
Justamente hace unos días, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), daba a conocer que aproximadamente el 70% de los gatos en el país se encuentran en situación de abandono. Esto significa que, de los 27 millones de mascotas en México, sólo alrededor de 5 millones 400 mil tienen un hogar, mientras que el resto vive en las calles. Durante la pandemia el numero de gatos abandonados se incrementó, pero también incrementó el número de adopciones. Las razones son muchas: aún hay personas que se oponen a esterilizar a las gatitas dando como resultado camadas no deseadas en las calles. También, historias de familias, que luego de la mudanza, del divorcio, de la pérdida de empleo o enfermedades, se ven imposibilitados de cuidar a las mascotas, pero también, de buscar alternativas. La agresividad o los problemas de comportamiento del animalito son otro factor que puede culminar en abandono. Y, por supuesto, las dificultades económicas que impiden su cuidado, como alimentos, atención veterinaria y vacunas.
Tengo ahora siete gatos. Cuatro gatas: Tomasa, Piri, Albi, Abu (esterilizadas) y Nébula; y dos gatos: Rayitas y Chano, también estelarizados. No me atrevería a abandonarlos o a lanzarlos a la cochera de alguien más, tal vez porque en un futuro, cuando haya llegado a la ancianidad, me pueda hacer lo mismo. Tal vez. ¿Se han preguntado cuántos adultos mayores son aventados a albergues o asilos? ¿Cuántos adultos mayores olvidados en sus propias casas? Casas que son prisiones, casas que son condenas. El tener hijos no afianza la compañía que deberán proveernos en la edad avanzada, pero cuando menos, hay un poco de certeza; sin embargo, las que no concebimos ¿a qué agarrarnos? ¿a quién confiar la lucidez, la fuerza, la agilidad… que poco a poco comenzará a abandonarnos? ¿con quién compartir los recuerdos cuando el lenguaje comience a romperse y la visión sea un campo de niebla? 
Luis Sepúlveda escribió un texto maravilloso sobre un gato que desea enseñarle a una gaviota huérfana a volar. Tal vez lo que esa gatita pequeñita quiere enseñarme es “a volar”. Sí, a los grandes se nos olvida esta posibilidad de alas para emprender el vuelo y de un cielo inmenso de puertas como nubes hacia otros mundos, otras vidas. O tal vez, para que responda a sus preguntas: ¿cuántas preguntas tiene un gato?, escribe Pablo Neruda. Porque morirme, no me atrevería. Veamos estos versos de Wislawa Szymborska: “Morir, eso no se le hace a un gato. / Porque qué puede hacer un gato / en un piso vacío. / Trepar por las paredes. / Restregarse entre los muebles. / Parece que nada ha cambiado / y, sin embargo, ha cambiado. / Que nada se ha movido, pero está descolocado. / Y por la noche la lámpara ya no se enciende”. Pero volvamos a Sepúlveda. La anécdota no tiene pierde: “El día que Luis quiso explicar a sus dos hijos lo mal que los humanos tratamos a la naturaleza que tanto nos da pensó en su gato Zorbas, un gato "grande, negro y gordo" que en esta fábula se compromete a enseñar a volar a una gaviota huérfana. Un cuento para niños -los gatos también sirven para eso- que se convierte en una fábula sobre el estado del mundo y los imprescindibles cuidados”. Comparto para cerrar este texto, un fragmento de su primera y segunda parte de Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar (1996): 


UN GATO GRANDE, NEGRO Y GORDO

—Me da mucha pena dejarte solo —dijo el niño acariciando el lomo del gato grande, negro y gordo. 
Luego continuó con la tarea de meter cosas en la mochila. Tomaba un casete del grupo Pur, uno de sus favoritos, lo guardaba, dudaba, lo sacaba, y no sabía si volver a meterlo en la mochila o dejarlo sobre la mesilla. Era difícil decidir qué llevarse para las vacaciones y qué dejar en casa. 
El gato grande, negro y gordo lo miraba atento, sentado en el alféizar de la ventana, su lugar favorito. 
—¿Guardé las gafas de nadar? Zorbas, ¿has visto mis gafas de nadar? No. No las conoces porque no te gusta el agua. No sabes lo que te pierdes. Nadar es uno de los deportes más divertidos. ¿Unas galletitas? —ofreció el niño tomando la caja de galletas para gatos. 
Le sirvió una porción más que generosa, y el gato grande, negro y gordo empezó a masticar lentamente para prolongar el placer. ¡Qué galletas tan deliciosas, crujientes y con sabor a pescado! 
«Es un gran chico», pensó el gato con la boca llena. «¿Cómo que un gran chico? ¡Es el mejor!», se corrigió al tragar. 
Zorbas, el gato grande, negro y gordo, tenía muy buenas razones para pensar así de aquel niño que no sólo gastaba el dinero de su mesada en esas deliciosas galletas, sino que le mantenía siempre limpia la caja con gravilla donde aliviaba el cuerpo y lo instruía hablándole de cosas importantes. 
Solían pasar muchas horas juntos en el balcón, mirando el incesante ajetreo del puerto de Hamburgo, y allí, por ejemplo, el niño le decía: 
—¿Ves ese barco, Zorbas? ¿Sabes de dónde viene? Pues de Liberia, que es un país africano muy interesante porque lo fundaron personas que antes eran esclavos. Cuando crezca, seré capitán de un gran velero e iré a Liberia. Y tú vendrás conmigo, Zorbas. Serás un buen gato de mar. Estoy seguro. 

[…]

GATO EMPOLLANDO

Muchos días pasó el gato grande, negro y gordo echado junto al huevo, protegiéndolo, acercándolo con toda la suavidad de sus patas peludas cada vez que un movimiento involuntario de su cuerpo lo alejaba un par de centímetros. Fueron largos e incómodos días que a veces se le antojaron totalmente inútiles, pues se veía cuidando a un objeto sin vida, a una especie de frágil piedra, aunque fuera blanca y con pintitas azules. 
En alguna ocasión, acalambrado por la falta de movimientos, ya que, según las órdenes de Colonello, sólo abandonaba el huevo para ir a comer y visitar la caja en la que hacía sus necesidades, sintió la tentación de comprobar si dentro de aquella bolita de calcio efectivamente crecía un polluelo de gaviota. Entonces acercó una oreja al huevo, luego la otra, pero no consiguió oír nada. Tampoco tuvo suerte cuando intentó ver el interior del huevo poniéndolo a contraluz. La cáscara blanca con pintitas azules era gruesa y no dejaba traslucir absolutamente nada. 
Colonello, Secretario y Sabelotodo lo visitaban cada noche, y examinaban el huevo para comprobar si se daba lo que Colonello llamaba «progresos esperados», pero en cuanto veían que el huevo continuaba igual que el primer día, cambiaban de conversación. 
Sabelotodo no dejaba de lamentarse de que en su enciclopedia no se indicara la duración exacta de la incubación: el dato más preciso que consiguió sacar de sus gruesos libros fue el de que ésta podía durar entre diecisiete y treinta días, según las características de la especie a la que perteneciera la gaviota madre. 
Empollar no había sido fácil para el gato grande, negro y gordo. No podía olvidar la mañana en que el amigo de la familia encargado de cuidarlo consideró que en el piso se juntaba demasiado polvo y decidió pasar la aspiradora. 
Cada mañana, durante las visitas del amigo, Zorbas había ocultado el huevo entre unas macetas del balcón, para poder así 38 dedicarle unos minutos a aquel buen tipo que le cambiaba la gravilla de la caja y le abría latas de comida. Le maullaba agradecido, restregaba el cuerpo contra sus piernas, y el humano se marchaba repitiendo que era un gato muy simpático. Pero aquella mañana, después de verlo pasar la aspiradora por la sala y los dormitorios, le oyó decir: 
—Y ahora el balcón. Entre las macetas es donde más basura se junta. Al oír el estallido de un frutero rompiéndose en mil pedazos, el amigo corrió hasta la cocina y desde la puerta gritó: 
—¡¿Te has vuelto loco, Zorbas?! ¡Mira lo que has hecho! Sal ahora mismo de aquí, gato idiota. Sólo faltaría que te clavaras una astilla de vidrio en las patas. 
¡Qué insulto tan inmerecido! Zorbas salió de la cocina simulando una gran vergüenza, con el rabo entre las patas, y trotó hasta el balcón. 
No fue fácil hacer rodar el huevo hasta debajo de una cama, pero lo consiguió, y allí esperó a que el humano terminara la limpieza y se marchara. 
Al atardecer del día número veinte Zorbas dormitaba, y por eso no percibió que el huevo se movía, lentamente, pero se movía, como si quisiera echarse a rodar por el piso. 
Lo despertó un cosquilleo en el vientre. Abrió los ojos, y no pudo evitar dar un salto al ver que, por una grieta del huevo, aparecía y desaparecía una puntita amarilla. 
Zorbas cogió el huevo entre las patas delanteras y así vio cómo el pollito picoteaba hasta abrir un agujero por el que asomó la diminuta cabeza blanca y húmeda. 
—¡Mami! —graznó el pollito de gaviota. Zorbas no supo qué responder. Sabía que el color de su piel era negro, pero creyó que la emoción y el bochorno lo transformaban en un gato color lila.

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