Crecer… duele. Reflexiones sobre la metáfora de la existencia y el dolor físico


“¿Por qué le cortaron las patas a la mesa?” “No se las han cortado”, dijo mi madre, con el gesto un tanto descompuesto. “La mesa está más chaparra, sí se las cortaron”. “¿No será que creciste?” Claro, sin darme cuenta, había crecido. Viví once meses fuera de la casa paterna y, a mi regreso, un sinfín de objetos habían perdido altura. No sólo era la mesa del comedor, también la cama, la lavadora, la estufa, el cristalero… Y ¿por qué recordé esta escena de hace más de treinta años? No lo sé, el cuadro se presentó mientras veía una película, por cierto, ¡horrible! El argumento se sostenía, vamos, tampoco era la gran producción, pero el final… una ruina.

Vuelvo a la escena, y ahí, está la mesa de patas cortas. ¡Qué extraordinaria es la mente! Caprichosamente nos lleva por sus entresijos y, por extraño que parezca, lo que por alguna razón permanecía velado ahora se muestra a todo color. Veo, desde ese punto, el color de las paredes de la casa; a mi izquierda, la puerta de mi habitación y, a la derecha, la de Olivia y Clotilde. Frente a mí está el patio, esa pequeña huerta de árboles frondosos y, más allá, el murmullo del agua.

No nos damos cuenta que crecemos, o cuando menos, no con esta conciencia de ahora. Entre los 2 y los 10 años, se crece a un ritmo constante. Luego se inicia un aumento repentino en el crecimiento con la llegada de la pubertad, en algún momento entre los 9 y los 15 años. En los varones, dicho estiramiento cesa a los 21 años y, en las mujeres, a los 17. Mudamos de ropa, de calzado, migramos de un salón a otro, de una escuela a otra; si nos llevaban al pediatra llega el día en que quien nos atiende es el médico de nuestros padres o nuestros tíos. Crecemos porque dejan de gustarnos las cosas de niños, de adolescentes, para comenzar a usar aquellas que nos hacen sentir grandes, aunque nos veamos como simples “pubertos”. El desarrollo del sistema nervioso en los bebés es maravilloso. Dentro de ese sistema nervioso ocurren miles de cosas y determinarán, conforme pasen los años, la persona que somos y seremos. Stanley B. Prusiner, quien en 1997 obtuvo el Premio Nobel de Medicina 1997, afirma: “cada cerebro humano es diferente, el cerebro hace a cada ser humano único y define quién es”. El cerebro es lo más complicado que existe, señalan los expertos, tiene 100 mil millones de neuronas y cada una de ellas tiene unas 10.000 conexiones. Crecer, pues, no sólo se trata de cómo se estiran los huesos, sino de todo un sistema en constante cambio. Por ejemplo, para permitir el desarrollo de habilidades motoras, cognitivas y de lenguaje, las conexiones neuronales se forman y se fortalecen a un ritmo acelerado. Después, la toma de decisiones y la autorregulación, para finalmente, en la edad adulta, la madurez estructural del cerebro, la capacidad para el razonamiento abstracto, la resolución de problemas y la toma de decisiones.

El hecho de crecer, así como está planteado en este texto, amerita una fiesta. Y la fiesta puede continuar si me quedó solamente en ese momento pintado de rosa, mirando aquella mesa, con las patas cortas. No obstante, crecer es complicado, encontrar la ruta, el camino decisivo. En algún momento escribí: “para llegar aquí, justo al sitio en que estoy, me saltaría la niñez, la adolescencia y la primera juventud”. Escucho la voz de Eleonora: “Estás aquí, algo bueno sucedió en esas etapas”. Tiene razón. Lo que no sé, es si el crecimiento de antes era menos doloroso que el de ahora. Hablo del dolor como metáfora de la existencia, pero también como algo físico. “Durante las fases de crecimiento rápido, los músculos, huesos y tendones crecen a diferente velocidad, y esto hace que los tendones que se insertan en el hueso produzcan tracciones constantes en el mismo y puedan producir inflamación y dolor. Es típico en rodillas y en los talones”, se explica en la web de información para padres de la Asociación Española de Pediatría (AEP), EnFamilia. No sé, creo que antes, no teníamos urgencia por subir rápido los peldaños en búsqueda de la “adultez” y, cuando lo hacíamos, era porque había confianza y seguridad.

Fui maestra de grupos de secundaria, preparatoria y universidad, pero el comentario que sigue se centra en los niveles intermedios. La pandemia, representó un parteaguas en el desarrollo de los adolescentes. En el encierro, según los expertos, bajo la influencia de películas, series, juegos, redes, alcohol, pornografía… la vida para los adolescentes se aceleró. ¡Qué se podía esperar! Muchos de los adultos también perdimos el rumbo. No quise continuar, o cuando menos, necesitaba hacer un alto urgente en mi vocación académica. Sin mayor motivación me la pasaba frente a la pantalla de la computadora todo el día y la conversación, incluso con el marido, con las amigas, se fue apagando. La vida misma comenzó a agotarse. Si Zoom, Google Classroom, Microsoft teams, fueron la novedad, después de un año o dos, hundieron la posibilidad real de un crecimiento académico. El cansancio, la apatía, la irresponsabilidad y un largo etcétera, no sólo de alumnos, sino de maestros, directivos, padres de familia… contribuyeron en su debacle. Agreguemos ¿cuántas personas en México no tienen acceso a internet? ¿Cuántas de estas personas, son alumnas y alumnos? Según el INEGI, en periodo pandémico, más de 19.8 millones de familias en nuestro país no contaban con una computadora en casa, y por consecuencia tampoco con internet.

Crecer, en este periodo, fue sumamente doloroso. Hablamos de niños, adolescentes, jóvenes que vivieron alguna pérdida o enfrentaron un hogar estropeado; si antes lo estaba, la pandemia lo agravo aún más. Niños, adolescentes, jóvenes que vivieron en soledad los cambios radicales de su cuerpo, acaso sin explicaciones o explicaciones a medias, tendenciosas o falsas como las que encontramos en internet. Muchos vivieron la pérdida de la posición en la familia. ¡Cuánto significó adaptarse a una nueva situación, a relacionarse con otras personas, otro entorno y, finalmente, con una nueva realidad! Y no dejemos de lado la vida en “esos mundos separados” en donde todo se vuelve más complejo: “los momentos familiares, el mundo que comparte con otros adultos (familiares, profesores…), el imprescindible que comparte con otros adolescentes, y que vive como el mundo más real, y el mundo de su contradictoria intimidad”.

Por cierto, Eleonora, con quien comparto mucho de lo que escribo, comenzó a leer Las lealtades, de Delphine de Vigan. Le recomendé Las gratitudes, libro que como saben leí y publiqué, en su momento, algunos comentarios. “En la librería sólo tenían Las lealtades, pero ya mandé pedir el otro”, dice. Me leyó un párrafo que me pareció acertado para conocer a Théo, un niño de doce años, hijo de padres separados y que se encuentra en medio de esa guerra. Imaginen, una guerra así en Pandemia. No es el caso de Las lealtades, lo cito porque me parece aterrador que alguien tenga que elegir entre el padre o la madre, y que su vida sea tan distinta y caótica de una casa a otra, ese refugio, como ocurre con el personaje de la novela, según palabras de Eleonora.

Lo bueno de esa película horrible que vi, es que quizá hubo algo en ella que abrió la ventana al pasado. No pretendo verla de nuevo para buscar la escena reveladora, sólo concluyo que al final, algo valió la pena. Poner atención en esas cosas que pasan desapercibidas, o que notamos: “¡Cómo has crecido!”, le digo a mi nieta, pero sin considerar los factores que entran en juego para que eso ocurra, nos coloca, como dije, frente a la maravilla y también frente a la elección de cómo queremos asumirnos siendo uno con el otro. No sólo las cosas se achican; en más casos de los que imaginamos, implica sufrir de manera inútil y ocultarse, fingir, maquillar la rabia y la tristeza hasta el hartazgo. Cambiemos el rumbo. Bien dicen: “elige el dolor que te haga crecer”.

Texto publicado originalmente en Medium.

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