Cuando Yui, una joven de treinta años, pierde a su madre y a su hija de tres años en un tsunami, empieza a medir el paso del tiempo a partir de entonces: todo gira alrededor del 11 de marzo de 2011, cuando la ola gigantesca devastó Japón y el dolor se apoderó de ella. Un día oye hablar de un hombre que tiene una cabina de teléfono abandonada en su jardín, adonde las personas acuden desde todos los rincones de Japón para hablar con quienes ya no están y hallar la paz en el duelo. Pronto, Yui emprende su propio peregrinaje hasta allí, pero al levantar el auricular no encuentra las fuerzas para pronunciar una sola palabra. Entonces conoce a Takeshi, un médico cuya hija de cuatro años ha dejado de hablar tras la muerte de su madre, y su vida da un vuelco.
Subrayados
*Yui tenía el pelo largo y negrísimo, pero con las puntas rubias, como una raíz que creciera en lo más hondo de la tierra para alcanzar la superficie. No se lo había vuelto a teñir desde que a su madre y a su hija se las había tragado aquella catástrofe del mar. En cambio, se había ido cortando las puntas a medida que le crecía el pelo, y al final le había quedado así, como un halo. El color del pelo, la diferencia entre el rubio de antaño y el negro original, había acabado relatando la duración del luto. Se había convertido en una especie de calendario de adviento.
*La niñez enseñaba algo distinto: que para conseguirla bastaba con alargar la mano en la dirección correcta.
*Para Yui, desde hacía varios años, la felicidad nacía en aquel objeto negro y pesado que recitaba en círculo los números del 1 al 0. Con el auricular pegado a la oreja, se perdía en las vistas del jardín, en aquella colina remota del nordeste de Japón. Desde el escote de pico del terreno se divisaba incluso el mar, se intuía el olor encrespado a sal. Allí, Yui soñaba con hablar con su hija, que se había quedado detenida en los tres años, y con su madre, que la había abrazado hasta el final. Y cuando la felicidad se convierte en una cosa, cualquier otra que atente contra su seguridad es el enemigo. Aunque fuera algo impalpable como el viento, aunque fuese la lluvia que caía desde lo alto. Aunque le costara su vida vacía, Yui jamás permitiría que nada malo le ocurriera a aquella cosa ni al lugar que le entregaba su voz.
*—Después de un gran luto, ¿qué os ha ayudado a levantaros por la mañana y a acostaros por la noche? ¿Qué os permite estar bien cuando os sentís desconsolados?
*El tsunami alcanzó una altura muy superior a los cálculos previstos, tanto que algunos refugios se convirtieron en una mala fórmula, una palabra errónea, como una definición imprecisa que crea una correspondencia sólida entre dos cosas que, sin embargo, no se asemejan en nada. Eso era lo que les había ocurrido a su hija y a su madre, que habían encontrado la muerte en el refugio.
*Una cabina telefónica y un jardín, un teléfono desconectado para hablar con nuestros difuntos. ¿De verdad lograba consolar algo así? Y además, ¿qué le iba a decir a su madre, qué podría decirle a su niña? Sintió vértigo sólo de pensarlo. El navegador seguía dándole órdenes contradictorias, estaba ya tan cerca que se negaba a procurarle más explicaciones. Apagó el motor, paró el vehículo. ¿Y si resultaba que Bell Gardia estaba tan lleno de gente que había que hacer cola para entrar? Por otra parte, ¿quién no tiene muertos con los que querría comunicarse? ¿Quién no tiene al menos una cuenta pendiente con el más allá?
*El agua, debajo, era sólo una idea.
*Era un espacio en el que los supervivientes renunciaban a toda emoción, también a la alegría, con tal de no tener que sufrir el dolor de los demás.
*—Aunque pase el tiempo, el recuerdo de la persona amada no envejece. Sólo envejecemos nosotros
*Y ahora, en cambio, observo a las madres por la calle, en los parques, en el supermercado, con la esperanza de robarles sus secretos: querría entender qué es lo que hay que hacer para convencer a los niños de que hablen, para que se sientan felices por estar en el mundo.
*Yui había escrutado centenares de rostros, y había acabado borrándolos todos sin excepción.
*Y del mismo modo ahora, sentada en el banco de Bell Gardia, Yui observaba el perfil de Fujita- san y lo veía dividido en recuadros. Se debía sobre todo a los listones de madera de la cabina (dos verticales largos y cinco horizontales cortos) que sostenían unidas las láminas de vidrio. Dentro de cada recuadro había un pedazo de Fujita- san, un fragmento de brazo, una porción de pierna.
*En aquel lugar de destierro, Yui descubrió que había aprendido otra cosa importante: que bastaba acallar a un hombre para eliminarlo para siempre. Por eso había que recordar las historias, hablar con las personas, hablar de las personas. Escuchar a las personas hablar de otras personas. Hasta conversar con los muertos, si era necesario.
*Había muchas como ella, restos de aquel 11 de marzo de 2011, personas que acudían en su mayoría desde Ōtsuchi. Pero también había gente que había perdido a un pariente por una enfermedad, en un accidente de tráfico, ancianos que iban a hablar con sus padres, fallecidos durante la Segunda Guerra Mundial, padres de hijos que habían desaparecido del mapa.
*Tenía que existir una fecha de caducidad del alma, igual que existía del cuerpo.
*Descubrió también que el nombre de pila de Fujitasan era Takeshi y le gustó muchísimo la combinación de los sonidos. A partir de entonces, al rescatar el recuerdo, siempre lo llamaría.
*«Puede que no haya nada de malo en hablar con quien ya no está», pensó.
*Kengō niño estaba en el centro, extendía los brazos hasta el límite del folio. Y dentro de aquel abrazo extraordinario, dijo el hombre, entraban todos, hasta la casa y hasta el mundo, que había dibujado más pequeño que su propia cara, de color azul.
*—Uno sigue siendo padre hasta cuando los hijos ya no están.
*«Cuántas cosas arregla un abrazo—pensó Yui—. Recoloca hasta los huesos.»
*Es simpático, mamá, y bastante atractivo, pero le falta algo, ¿cómo te lo diría yo?, no sé, una cierta complejidad: a la larga no me entendería.
*Pero luego repasaba la última vez que había visto a su madre, aquella mañana, cuando le dejó corriendo a su hija porque Yui tenía que ir a la otra punta de la ciudad a renovar el carnet de conducir y la niña tenía unas décimas de fiebre y así no podía llevarla a la guardería. Recordaba el aspecto de su hija, porque la había vestido ella. Pero ¿y su madre? ¿Qué ropa llevaba ella? ¿Cómo iba vestida aquella mañana? Después de que la evacuaran, durante las semanas que pasó en el gimnasio del colegio de primaria, si Yui hubiera tenido el Teléfono del Viento a su disposición, probablemente le habría preguntado: «¿Qué ropa te pusiste aquella mañana, mamá? ¿Llevabas falda o pantalón? ¿De qué color? ¿Qué estampado? Necesito saberlo, tengo que poder decírselo a la policía, para que te reconozcan en cuanto te encuentren, hay que evitar que pase demasiado tiempo, porque la documentación está en tu bolso, y quién sabe dónde está tu bolso.»
*Yui y Takeshi descubrieron con el tiempo que el Teléfono del Viento era como un verbo que se conjugaba distinto para cada persona, que todos los lutos se parecían, pero, juntos, no se parecían en nada.
*Había también una madre que había perdido a sus tres hijos en el tsunami y no se resignaba al silencio, así que hablaba y hablaba, para llenar el vacío que había quedado.
*Takeshi se convenció de que si la muerte efectivamente tenía rostro, se debía a los supervivientes, a los que se quedaban. Sin ellos, pensaba, la muerte sólo habría sido una palabra fea. Fea, pero en el fondo también inofensiva.
*Por su parte, Yui desarrolló su propia teoría: que a algunos la vida les aflojaba las junturas desde la cuna y tenían que ingeniárselas para mantener unidas las piezas.
*¿Y luego? ¿Qué ocurría? Exacto. Era ahí donde, según Yui, entraba en juego la Fortuna. Porque si esas personas perdían a alguien que se encargaba de una pieza fundamental, ya no sería posible reformular el acuerdo.
*Yui estaba convencida de que ella era una de esas personas. Y de que, antes de morir, su madre se había llevado el intestino y su hija un pulmón. Por eso, por mucha felicidad que la vida le concediera, siempre le costaría comer y respirar.
*Que el amor es un auténtico milagro. Incluso el segundo, incluso el que llega por error.
*Milagrosamente la barca había quedado entera. Sin embargo, pese al aspecto de semiestabilidad que sugería de forma grotesca, dentro de ella, su padre, en aquel viaje desorbitado del mar a la tierra, había acabado cortado por la mitad.
*Shio levantaba el auricular y decía «papá». Primero le preguntaba cómo estaba, qué hacía, y luego por qué se había quedado «allí».
*Y ahora Shio iba al Teléfono del Viento a hablar con su padre, que estaba vivo y vivía bajo el mismo techo, y no con su madre, declarada desaparecida. Es más, él se negaba a llamarla a ella porque en alguna parte, decía, tenía que estar. Shio esperaba en secreto que un buen día su madre regresaría para pegar las dos partes de su padre; incluso sospechaba que aquello podía ser la venganza de su madre porque su marido la hubiera engañado. Un pedazo, el mejor, se lo había llevado consigo. En los cinco años que habían pasado desde entonces, a ojos de su hijo, el padre se había convertido en Noé.
*Así que les pedí que primero me la describieran. Dijeron que las habían encontrado abrazadas, que parecían vivas y que, por muy trágica que fuera, era una escena muy tierna. Todos se habían emocionado al verla. Sí, las habían encontrado pegadas, como una almeja cerrada.
*Había gente que seguiría buscando los cuerpos durante años, que tendría que renunciar a encontrarlos. Y para ciertas cosas, si no se las veía, no había un final.
*«Les tengo menos miedo a las cosas», decía.
*Esa noche Yui regresó al silencio condensado de su casa pensando que los recuerdos eran como las cosas, como aquel balón de fútbol que un año después del tsunami apareció en las costas de Alaska, a 3.000 millas, al otro lado del océano Pacífico. Tarde o temprano salían a flote.
*«Eso es, el amor es peligroso. Y a menudo nos sirve para perdonarnos las peores cosas», recordaba haber pensado.
*—Todos la conocerán por quien es, y no por quien era—concluyó Yui, llevándose el índice a los labios para sellarlos en cuanto alcanzaron a la niña. El perfil de Hana le trajo a Yui la imagen de su propia hija a los dos años, mientras se ponía la mochilita con forma de pingüino que le había regalado su abuela, la expresión radiante con que la llevó sobre los hombros la primera vez, las vueltas sobre sí misma en la habitación en un intento imposible de verse por detrás, como un cachorro que trata de morderse la cola.
*El día en que tenía previsto partir de nuevo hacia Tōkyō, pidió que la dejaran una hora sola. Llovía. Llevó las bolsas a la entrada de la casa y se metió en la cabina. Levantó el auricular del Teléfono del Viento. Por primera vez, habló.
*Yui y a Takeshi a menudo les picaba la curiosidad y se preguntaban qué ocurría «después», cómo acababan las historias. Cuchicheando largo y tendido en aquel tono bajo lleno de sonidos menores, antes de apagar la luz de la mesita de noche repasaban la fisionomía de jóvenes y ancianos, la ropa veraniega, las trencitas, los abrigos pomposos y demás detalles de las personas que habían visto levantar el auricular en la cabina de Bell Gardia.
*A Yui no le gustaba hablar de su propia naturaleza quebradiza. Sin embargo, finalmente la había aceptado y ése había sido el modo de empezar de nuevo a cuidarse. La conectaba con la parte más auténtica de las personas, la única capaz de hacer que esas personas se sintieran cerca, partícipes de la existencia de los demás. Si se lo hubieran preguntado ahora, habría estado segura. La vida consumía, con el tiempo provocaba innumerables grietas, fragilidades. Sin embargo, eran precisamente esas grietas las que decidían la historia de cada persona, las que nos empujaban a desear seguir adelante para ver qué ocurría un poco más allá.
*Yui comprendió que la infelicidad llevaba grabadas las huellas de la alegría. Que en nuestro interior conservamos la impronta de las personas que nos han enseñado a amar, a ser tanto felices como infelices. Esas poquísimas personas que nos explican cómo distinguir los sentimientos y cómo identificar las zonas híbridas que también nos hacen sufrir, pero que al mismo tiempo nos hacen distintos. Especiales y distintos. Esa noche, y todos los años venideros, Takeshi también se lo confirmaría:—Cuanto más tiempo pasa—dijo—, más me convenzo de que todos vivimos detenidos en el momento de nuestra primera palabra. Las primeras palabras de Yui al Teléfono del Viento ¿Hola? Soy Yui. Mamá, soy Yui.
*Y sin embargo, al escribir este libro, he entendido lo importante que es narrar la esperanza, cómo el deber de la literatura es proponer nuevas formas de estar en el mundo, de conectar la dimensión del «aquí» con la del «allá».
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