Terminé de leer El peligro de estar cuerda de Rosa Montero y me sentí aliviada. Debí haberlo leído en la adolescencia, definitivamente, época en la que sufrí bastante por lo extraña que podía parecer a los demás. Me sentía extraña y lo era. Y eso, lo empañó todo, lo convirtió en
un espejo cada vez más feroz. Es esa la imagen que tengo de mí, de aquella
época; insisto, una época muy punzante. Lo mejor que pudo sucederme fue la
compañía de esa otra. Aquí me viene a la mente la historia de El huésped
de Guadalupe Nettel y otras tantas que se centran en el tema del doble. La que comenzó
a habitar dentro de mí era muy fuerte; crece junto conmigo, tiene mi edad. No
era alguien, que en el monólogo absurdo que podía representar para quienes me
rodeaban (siempre hemos hablado en voz alta, ocultas, sí, pero en voz alta) me
obligara a hacer cosas en contra de mis deseos. “No tengas miedo”, dijo. Y el
diálogo se sostuvo hasta que fui capaz de salir de la habitación en que me
ocultaba porque la infancia, vivirla, se volvió complicado. En los momentos
difíciles su voz es contundente. “No tengas miedo, saldrás adelante”.
O el diálogo que surge en torno a lo que escribo, a lo que leo, a cómo llevo
los días, este tiempo que lineal o no, se altera ante cualquier circunstancia.
Mi parte derecha es ella, la
parte que sonríe cuando estoy triste, la parte que me sujeta cuando considero
los límites de la muerte como un paraíso posible. Lo extraño es que, hasta hace
unas semanas, esto que les cuento, lo consideraba anormal. ¿Cuántos de ustedes
se apoyan en ese otro, en esa otra, para enfrentar los embates de la vida? Quizá
no tantos, pero quienes lo hacen, supongo, han continuado sus vidas apoyándose una
y otra vez en ese gemelo/gemela que, en mi caso, no es malvada.
Este libro (¿novela, ensayo, diario
personal…?), es un aliciente: “Nadia, no estás loca”, dice la voz. El peligro,
el verdadero peligro, nos dice Rosa Montero, es estar cuerda: “Una de las
cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro,
contra lo que la palabra parece indicar. De hecho, lo verdaderamente raro es
ser normal”. Ser un poco más raro de lo habitual tampoco es infrecuente,
dice Montero. Aquí vuelvo a respirar. Si en algún momento nos perdemos en el
laberinto de la inconexión; si nuestra cabeza se vuela, no debemos de
preocuparnos tanto, la puerta de salida es la creación.
Me esfuerzo en contenerme, en no
dejarme ir, en tantear la posibilidad de que así son las cosas. ¿Será esto lo
correcto? ¿Es tan necesario cumplir de manera cabal con los términos de la
normalidad? ¿La vida no es punto y aparte de la normalidad? ¿La creación misma?
Leamos: “«Ningún genio fue grande sin un toque de locura», decía Séneca. O
Diderot: «¡Cuán parecidos son el genio y la locura!». Y por genio, insisto, hay
que entender todo tipo de individuo creativo, sea de la calidad que sea, porque
estoy convencida de que el peor artista y el más sublime comparten la misma
estructura mental básica. Ya lo señaló la formidable (y depresiva) Clarice
Lispector: «La vocación es diferente del talento. Se puede tener vocación y no
tener talento. Es decir, se puede ser llamado sin saber cómo ir»”. Me doy
cuenta, pues, que puedo permitirme volar.
No hay que olvidar que a la
locura (los diferentes nombres que ha tenido a lo largo de la historia), se le etiqueta
de manera muy cruel y más a quién la padece. Historias hay muchas y aunque el
libro trata de filón sobre ello (la historia sobre la escritora neozelandesa
Janet Frame, me dejó los pelos de punta), la apuesta de Montero se basa en esas
pequeñas dosis de chifladura (provocadas muchas veces por sustancias como
drogas o alcohol) que incentivan a quien trabaja directamente con las palabras.
Más que de trastornos mentales, el libro habla sobre la creación. Y la locura
como una especie de fuerza. ¿En qué momento ocurre? ¿En qué momento esa fuerza,
esa pulsión, nos separa de las actividades cotidianas para tomar lápiz y papel
o encender la lap?
De esto va el libro. Recojo dos
frases que dan directamente en el blanco: “«La existencia de la Literatura es
la prueba evidente de que la vida no basta», decía Pessoa”; “No nos conformamos
con lo tibio: «No quiero ir / nada más / que hasta el fondo», decía Alejandra
Pizarnik (otra suicida). Y la psicóloga Lola López Mondéjar también habla de
ese impulso total y cita al filósofo Tzvetan Todorov, que se consideraba a sí
mismo un «aventurero del absoluto»”.
Autoras y autores con cuadros
psicológicos y psiquiátricos interesantes se hacen presentes: Virginia Woolf,
R.L Stevenson, Emmanuel Carrere, Dalí, Camil Claudel, F.S. Fitzgerald y su
mujer, Zelda, Pablo Picasso, Louis Althusser y Sylvia Plath, en quien se enfoca,
ampliamente. Rosa Montero aborda, en un libro bien documentado, el tipo de
locura necesario para el acto creador. Una especie de espejismo. La escritura, más
allá de las voces de Freud, Anzieu, Brenot, Dierssen, Kandel, Aron, Margulis,
entre otros (pensemos en el cerebro como un cableado impresionante), tiene que
ver con luces, reflejos, intuiciones iluminadoras. Sí, es un proceso doloroso,
pero que finalmente nos lleva a salirnos de lo convencional. ¿Por qué es
doloroso? Porque no sólo se trata de ver la apariencia, el fingimiento de lo
que somos, sino lo que ocultamos en nuestras profundidades. Lo explico con el
siguiente extracto: “La realidad tiene para mí esa misma, dudosa consistencia.
A veces parece ser un arrecife amable y bello, pero por debajo se agolpan las
tinieblas, sin forma ni sentido y habitadas de monstruos. O también, para no
ponernos tan tremendos: ¿has visto por casualidad alguna vez de día una
discoteca en la que la noche anterior te lo has estado pasando genial? En la
oscuridad, con las luces estroboscópicas y los neones y los metales brillando
bajo los focos, con la música retumbando, los sillones de terciopelo mullido y
los vasos llenos de bebidas iridiscentes, el lugar parece un sitio formidable.
Pero, ay, pongamos que te has dejado olvidadas las gafas y que regresas a la
mañana siguiente a recogerlas; una bombilla mortecina ilumina un espacio raído,
sucio y mísero. Las tablas del suelo están astilladas y llenas de manchas, las
paredes sudan humedades y el tapizado de los sofás muestra tantos estratos de
mugre pretérita que hasta te maravilla haberte sentado sobre eso y no haber
salido embarazada. Pues bien, ese es el decorado al que me refería. Y esa la
descorazonada realidad que se intuye detrás. La existencia es una discoteca
barata vista a la luz del día. Y así, al igual que el delirio del psicótico es
una defensa de su mente, que se esfuerza en dar sentido a un mundo
incomprensible, las novelas son delirios controlados para intentar apuntalar
una realidad demasiado precaria”. Me estremece la siguiente expresión: “dar
sentido a un mundo incomprensible”. ¿De ahí nace la escritura? ¿Es esa su
fuerza, su verdadero aliento? A la hora de volcarnos sobre las ideas, ¿somos la
misma persona bajo la fluorescencia que alucina y, aquella que descubrimos sin
maquillaje, sin lentejuelas, en el oscuro espejo?
Hay en el libro una historia que lo
cruza lado a lado. La de la otra Rosa Montero. Sí, la otra Rosa Montero que firma
libros, asegura presentaciones, envía flores, se enamora (su único novio fue
aquel joven chiflado)…, y finalmente, le pide a su hermano, que vaya, se
presente a Rosa Montero, la verdadera Rosa Montero, y le entregue una carta. La
carta desgarra. ¿Quién finca la existencia propia en la existencia de alguien
más? Rosa Montero, es decir, Bárbara Jovellanos, vive sus últimos días y
precisa dar ciertas luces sobre su actuar. El hermano es quien hablará sobre
sus continuas recaídas e internamientos. La carta es desoladora, aunque no para
Bárbara que ha construido la historia de Rosa, paso a paso, libro a libro,
éxito a éxito.
La descolocación (podemos llamar
así a la locura o la patología mental), debe ser sana, e incluso, aún en el
acto creativo, alejarnos del sufrimiento. Es esta la idea que Rosa Montero
plasma en los últimos capítulos. Yo seguiré dialogando con mi otra en esa
realidad formidable, parafraseo, llena de luces estroboscópicas y los neones y
los metales brillando bajo los focos, con la música retumbando… los vasos
llenos de bebidas iridiscentes. Una cita final: “Pues bien: tener la
posibilidad de enchufarte a veces a esa fuente maravillosa de energía, escapar
del encierro de ti mismo y subir a la estratosfera como un cohete, sentir que
dentro de tu cabeza estalla la magia (en la chistera en donde no había nada
ahora hay un conejo), es una sensación impagable, te lo aseguro. Es rozar la
felicidad con todos los dedos”.
***
Gracias por leerme. Si deseas recibir contenido exclusivo e invitarme una taza de café da clic aquí https://www.patreon.com/nadiacontreras
***
¡Agradezco sus aportaciones en la sección de comentarios! Ten paciencia, los comentarios en esta página se moderan. Te invito también a formar parte del grupo #EscribirPoesía en Facebook. Ya somos más de 1, 200 miembros. En este grupo pueden también dejar sus aportaciones para esta dinámica.
0 Comentarios
NO PERMITIMOS MENSAJES ANÓNIMOS. ¡Queremos saber quién eres! Todos los comentarios se moderan y luego se publican. Gracias.