El cuerpo dolido, quebrado por el medio, también es trascendente. Apuntes breves a partir del libro de poemas Gelatina (Mantis Editores, 2015), de Iván Soto Camba

1.

Los hospitales que conocí en la infancia eran de paredes y pisos limpios. La clínica del IMSS, por ejemplo, tenía jardineras, arbustos verdes y bien podados que uno podía mirar a través de las ventanas. Tal vez la infancia agregaba su magia, y más cuando me detenía en los ruidos extraños del equipo médico, el goteo de las bolsas de suero, los instrumentos que se usaban para determinar el estado del paciente.

Con el paso de los años, las visitas a las clínicas y hospitales tomaron un color marrón, cenizo, deprimente, sucio. Vi a mi abuelo tendido en la cama. Su pierna era la pierna de un elefante. El diagnóstico no fue nada alentador, debían cortarla si no respondía al tratamiento. La trombosis había hecho sus estragos y más, porque mi abuelo, siendo mi abuelo, no quiso atenderse de manera inmediata. Sobre la pierna izquierda, ennegrecida, había una lámpara que irradiaba calor de manera permanente. Recuerdo: metí la mano debajo de la luz, la dejé largo rato hasta que la piel adquirió un color rojizo y ardía. Mi abuelo se encontraba en un estado crítico y el hospital, se manchaba poco a poco. El olor de sus pasillos, de cada una de sus salas, era insoportable. 

Olivia, decir su nombre es como decir el mío, como decir padre, madre, mi casa, arribó a la clínica siendo fuerte. Cosa extraña era escuchar de ella un lamento, una súplica. Permanecía en silencio y para mitigar el dolor, cerraba los ojos o se giraba, lo poco que podía girarse, para que no viéramos sus gestos. Llegó al hospital y la cirugía fue de cadera. A las pocas semanas de vivir aquí en la ciudad su cuerpo golpeó contra el suelo. La cadera se estrelló. La radiografía era un resplandor que salía del hueso fracturado; un resplandor que iluminaba la habitación entera. El resplandor se apagó porque Olivia simplemente quiso irse, tomó el equipaje de su vida y se marchó por la puerta principal. Se quedó dormida mientras le aplicaban grandes cantidades de insulina y dos, tres, cuatro unidades de sangre tipo AB-. El hospital se hundió en el hedor.

2.

Gelatina (Mantis Editores, 2015), libro de poemas de Iván Soto Camba, merecedor del XIII Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2014, inicia con una impresión, una especie de radiografía que nos hace pensar en el estado de los cuerpos bajo sábanas macilentas. La enfermedad no otorga libertad aún cuando las sábanas se anuden para saltar por las ventanas.

El cuerpo se descompone, los huesos se rompen, los órganos se atrofian. La salud dura muy poco y hay quienes viven o vivimos sujetos a pastillas, a tanques de oxígenos, a cuadros clínicos que, a cualquiera, le doblarían las piernas. ¿El hermano, en esta misma radiografía, es el hermano o es el yo mismo u otro? Esa es la visión de Iván y pudiera ser la nuestra ya sea como familiares o enfermos, no obstante, vamos ciegos. Es esto lo que hace la rutina: nos vuelve ciegos y apaga cada uno de los sentidos.

La poesía pone el oído, el propio oído, sobre el cuerpo, sus pulsaciones, sus ruidos, sus ácidos, como si se tratara del sonido de un avión que pasa. O quizá, no por la enfermedad, por mera curiosidad. Leamos: una de esas curiosidades sin aplicación médica / que solo pueden apreciarse con un estetoscopio: / un motor secundario / bajo el estruendo del primero / y el flujo de las transfusiones innecesarias.

"La muerte nos iguala a todos"; la enfermedad también hace lo suyo, sin dejar de lado que las desigualdades socioeconómicas inciden en la salud; quien cuenta con más recursos económicos puede, de una manera u otra, buscar mejores mecanismos o medios de atención para curarse. Sin embargo, la enfermedad como la muerte nos colocan en el mismo plano. El organismo falla, se descompone, pone en amarillo o en rojo los monitores. En el hospital, tendidos sobre la cama o como padres, hermanos, familiares y amigos que acompañan, el dolor y la agonía es igual. El principio, nos dice Ivan, es básico: olemos igual. Leamos: En el fondo / olemos igual / sabemos a lo mismo / irradiamos porcentajes de lo mismo / en un campo de blanco / que parece moverse // si tenemos este sistema perfecto de sustituciones / ¿para qué encontrarnos a nosotros mismos? / ¿por qué no dejar / que lo mismo nos encuentre?”.

¿Cuánto dolor podemos tolerar, cuánta angustia, cuánta incertidumbre? Finalmente, lo que pasa con uno o una ¿es mucho o poco mientras se está postrado? Revisemos otros versos: “lo único que se puede evaluar de forma objetiva / es lo poco que pasa / entre uno y otro: / un tic involuntario / cada que escuchamos una ambulancia / un hormigueo en el dedo índice / cuando salimos a sacar la basura / el antojo irreprimible / de comer algo con queso / la dificultad de medir / distancias con la vista / la sospecha de que el libro que sostenemos / es solo una ilusión óptica / la impresión de sentir las piernas una mañana / con más intensidad que otras mañanas / el apego a objetos transparentes / la esperanza de ver una cruz en el suelo”.

3.

La enfermedad, no la del cuerpo, la del espíritu, la del alma. Este es otro tema, otro viaje, porque para curarse, se debía viajar. Para calmar los nervios, la depresión, nada como un viaje largo, según los médicos de antaño. Gelatina, es también un viaje hacia el interior del cuerpo, pero también, un viaje al interior de los hospitales, que, junto con la experiencia del paciente y la de los familiares, se transforman. Serán una buena o mala experiencia, dependiendo del final, de la muerte o la oportunidad para reanudar la vida. El poema se centra justo en estos escenarios y los transforma en palabra viva. El cuerpo dolido, quebrado por el medio, también es trascendente.  

Foto de Artem Podrez en Pexels

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