Sumidero


Brota la sangre. En un parpadeo, los platos y los vasos toman el color intenso de la sangre. No veo la herida, sólo la sangre cayendo de mi mano en delgados hilos que lo empapan todo. El dolor estalla como una granada. No cedo. Oprimo fuertemente, todo consiste en engañar al cerebro, dicen. Ella, la que no debería ser mi madre, grita como cualquier madre ante la tragedia. Miente. Miente. Miente. La sangre se pierde entre los platos y se va por el sumidero del fregadero. Lo que realmente veo es la cara de la mujer que no debería ser mi madre y el pasillo largo de la clínica. La clínica es un infierno. Huele a enfermedad, a orines, a muerte.

—¡Levanta la mano para que te vean! Y levanto la mano vendada, ajustada, amarrada con el trapo grasiento de la cocina. Estoy sentada junto a un hombre que apenas levanta la cabeza. Se llama Raúl, así lo nombra la mujer que lo acompaña. ¿Su amante? ¿Su mujer? ¿Su amiga? Lo besa, lo besa interminablemente. Me gustaría que alguien me quisiera así, pero el amor no existe, madre, es sólo una palabra más. Tú lo has dicho, el maldito y yo nacimos del sexo. El maldito que es mi hermano. ¡Qué estúpida fuiste!, reviro. 

El dolor es intenso, pero no más que aquella primera herida entre las piernas. “Pronto te atenderán, muy pronto", escucho la voz. ¿Eres mi madre? ¿Cuántas veces quise que lo fueras? ¿Cuántas veces cuando tu hijo, el maldito que debo reconocer como hermano, era dueño de mi habitación y mi cuerpo? Pero ¿quién puede creerle a una niña de once años? ¿Quién a una doce, quince o dieciséis? "Tú lo provocabas, tus faldas cortas, tus blusas transparentes, tus pantalones ajustados. ¿Qué quieres? ¡Es hombre y punto!". Sí, la vida sí que es perfecta, madre. 

Por fin me llaman. El consultorio es tan pequeño como mi habitación, como la casa de un séptimo piso que se sostiene a fuerza de mentiras. 
—Debe dolerte mucho ¿verdad? 
—No. 
—¿Cuántos años tienes? 
—Dieciséis. 
—¿Quién viene contigo? —Nadie. 

Una pastilla, dos pastillas para calmar el dolor, para calmar la furia. Una pastilla, dos, para besar a mi única amiga, en medio de la noche, desnudas bajo las sábanas. Tres pastillas o cuatro, para desbordar sus pequeños senos y meter mis manos en la parte más tibia. Seis pastillas, siete, el frasco entero para no sentir su ausencia, el desgarramiento; el frasco entero para no mirar, luego de las embestidas, el color negro de la sangre entre las piernas. 

Salgo de la habitación y comienzo a deambular por la casa. ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo llevo haciendo esto? El fregadero está sucio como cada rincón de la casa. Se levanta del suelo la podredumbre, el olor a infierno. Debajo del hedor, el rastro del accidente. "Mi vida es más que perfecta". Miento. Miento. Miento. Detergente sobre detergente para disolver las manchas de semen; una puerta y otra, para sofocar el grito. El dolor camina dentro de mí, como yo dentro de la casa. Si la sangre escapa del cuerpo ¿por qué yo no? La ventana abierta también es sumidero.

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