El acto de huir y la posibilidad de abrir otra puerta

Hace poco leí que realmente desechamos el 95 por ciento de lo que ocurre a nuestro alrededor, de ahí que fácilmente el ladrón consiga quitarnos nuestra cartera o reloj delante de nuestras narices sin que nos demos cuenta. Estos errores de percepción, según la teoría de Stephen L. Macknik, Susana Martínez-Conde, et. al., contenida en el libro Los engaños de la mente, están muy ligados a lo que estamos acostumbrados a mirar, por ejemplo, el acomodo de las sombras dependiendo de la hora del día. Lo que entiendo es que miramos en automático, sin más, la mirada al frente mientras sucede a nuestro alrededor todo lo que se supone debe ocurrir. Es decir, las cosas cambian. ¿Cuántas veces no les ha ocurrido que regresan a casa sin recordar nada, absolutamente nada, desde que salieron del trabajo hasta abrir la cochera o estacionar el coche? El asunto, pues, es mirar mientras se tantea el acelerador.

Cerca de mi trabajo hay un crucero de los considerados de alta peligrosidad. Fue cuando lo vi. El joven arrojado pretendía cruzar la avenida más álgida. Con playera escolar y mochila en la espalda, su rostro revelaba el esfuerzo sobrehumano. Milésimas de segundos después había ganado la carrera. Su rostro, sin embargo, se quedó fijo en la memoria. No un rostro feliz sino estupefacto por su propia temeridad. Pensé, entonces, que realmente así avanzamos. No cruzando pequeñas vías sino avenidas colosales. No sé si el sueño sea el único lugar seguro. Si nos privaran de soñar, dice Oliver Sacks, sencillamente enloqueceríamos.

Muy extraño que pudiera ver la escena. Suelo concentrarme en la velocidad, en lo que ocurre o pueda ocurrir alrededor del coche pero ya no quiero sólo mirar el 5 por ciento de lo que ocurre en la vida, dije, y quizá sea éste el primer resultado. Lo que vi, insisto, no me gustó. Pertenecemos a la era de la urgencia. ¿Para qué disputarle el tiempo al reloj? ¿Preferible correr bajo el sol que se incendia y cae sobre nosotros sin misericordia? El mar, los jardines, los bosques, las huertas, esos pequeños descubrimientos se convirtieron en edificios, en muros, en ruido, en gritos, en estallidos.

Pero no sólo se trata de desatar contra el tiempo una pugna, sino de correr de nosotros mismos. Evoco el rostro y, también, es el rostro de quien huye. ¿Será acaso que huimos de nosotros mismos, de nuestros demonios, de nuestras sombras? “La sombra es el cuerpo del alma”, decía Oscar Wilde. Prefiero seguir intentando ser la persona que quiero ser. Es más sencillo llevar los días con ésta que pretende escribir que con aquella que susurra y me jala como un demonio a la oscuridad. He establecido entre nosotras una especie de muro de contención. He ordenado mi vida en torno a ese muro para cada vez fortalecerlo con base en reglas estrictas. Por ejemplo, cierta saturación de trabajo.

No soy de las que tiran la agenda. No, al contrario, si hay un día en el que falta el trabajo, me siento fuera de lugar, me ahogo en ese espacio oscuro. Recurro, nuevamente a lo que llamo ruido o bien a la escritura. En la escritura estoy salvada. No aliviada tras una confesión general y dispuesta a emprender otra vida, parafraseando a Goethe, sino salvada. No es que me oculte, sino que en encuentro otra puerta. El joven tal vez tenía la posibilidad de abrir otra puerta y evitar el riesgo, pero optó por cruzar entre autos la avenida. ¿Podemos decir que fue valiente? No sé. Es como jugar con pistola en mano a la ruleta rusa. Quizá lo más fácil era usar el puente y mirar desde su punto intermedio, la agitación, el cielo, las luces lentamente apagándose. Pero así somos. Si no huimos de nuestras propias tormentas, de nuestros propios demonios, lo hacemos sí de los compromisos, las enfermedades, los conflictos, la muerte, etc. Y lo hacemos enceguecidos; ese 5 por ciento, es una nada ante lo que nos rodea. No sé, no quisiera que llegara en que, al abrir los ojos de verdad, evocando un poema de José Emilio Pacheco, no quedara un árbol, y todo fuera asfalto y asfixia “o malpaís, terreno pedregoso sin vida”.

Lo que queda es volver el tiempo y dejar la imagen justo antes de que ocurra todo lo que ya les he contado. Avanzar y mirar como si vivir se tratara de un sueño, porque como afirmó Rosa Montero, la vida es pequeña e individual, por muy estupenda que sea, es demasiado pequeña para quedarnos encerrados.


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