Uno
de los temas inagotables es la infancia. Tal vez por eso recurro a ella, aunque
cada vez menos. O tal vez, ya no con ese dolor de la infancia. Estuvo llena de
contradicciones, de vacíos, de oscuridades. Como ejercicio, me he obligado a
rememorar esos primeros años sin añadir ningún tipo de ficción o subjetividad
(si puede llamársele así a la fantasía y a la imaginación), y lo que logro, son
episodios de ausencia. Mi madre hizo todo lo que pudo. No fue mala, más bien como
todas las madres con sus arranques de felicidad y de desilusión, con sus arranques
de alegría y de enojo. “Éramos como extraños que se conocían muy bien”, dice Billy
Crudup como Will Bloom en El gran pez, película de 2003 dirigida por Tim
Burton y escrita por John August. No lo digo a manera de reclamo, sino con la
complicidad de las historias que con los años comienzan a tejerse y se vuelven
cúmulo de momentos significativos.
Con
mi padre las cosas fueron distintas, me dicen que la primera vez que lo vi, me
abracé fuerte a su cuello y ya no quise soltarlo. Dicen que las niñas se
identifican más con el padre y tal vez tengan razón. Hay huecos también en
nuestra historia, supongo que la edad vela ciertos episodios, tal vez de manera
natural y no anticipando esas enfermedades que me dan terror. Sin embargo, hay
una imagen muy presente, su andar por la calle empedrada hasta el ingenio
azucarero, su casco de trabajo, su lámpara. Mi padre es muy tranquilo. Solo un
par de veces me alzó la voz y eso porque había hecho de las mías por largo rato.
Recuerdo nuestras visitas al mar, al río, a los toros, a la plaza, al
cementerio, y con mi madre, los viajes largos en coche a cualquier ciudad del
país.
El
tiempo ha pasado sobre nosotros. La edad, la salud, la fuerza son otras. Mi
padre tiene glaucoma y eso también ha obligado que mi trato con él sea distinto.
Si antes podía abrazarlo, jugar o llevarlo hacia mis rutas, ahora no. Tengo
miedo a ser brusca con él, a golpearlo, a herirlo, con el mínimo movimiento. Sus
huesos y su piel me parecen muy frágiles. En el 2018 Manuel Vilas publicó un
libro que tiene como figura central al padre: Ordesa. Un libro estupendo
sobre sus padres, su divorcio, sus hijos. Y de fondo, la España agonizante. De éste,
rescato el siguiente fragmento con el que intento explicar este sentimiento del
que ahora les hablo: «Me miraba en el espejo y veía no mi envejecimiento, sino
el envejecimiento de otro ser que ya había estado en este mundo. Veía el
envejecimiento de mi padre. Podía así recordarle perfectamente, solo tenía que
mirarme yo en el espejo y aparecía él, como en una liturgia desconocida, como
en una ceremonia chamánica, como en un orden teológico invertido. […] No había
ninguna alegría ni ninguna felicidad en el reencuentro con mi padre en el
espejo, sino otra vuelta de tuerca en el dolor, un grado más en el
descendimiento, en la hipotermia de dos cadáveres que hablan».
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