El lector completa la revelación


El poeta que me llevó a la poesía fue Amado Nervo. Cuando comencé a aprenderme las primeras líneas de su famoso poema “En paz” (tan criticado, tan vapuleado), algo se movió dentro. Luego, me interné en los poemas correspondientes a su libro La amada inmóvil: «...una luz íntima, que dejaré /en cada verso; pero llorar, /¡eso ya nunca! ¿Por quién? ¿Por qué?».
¿A quién representaba esa luz íntima? ¿A Ana Cecilia Luisa Dailliez? Nervo escribe: «Mujer excepcional por su gracia, su bondad y la persistencia extraordinaria de su ternura, a quien conocí en París en una noche en que mi alma estaba muy sola y muy triste, la noche del 31 de agosto de 1901, y con quien viví desde entonces en la más cordial y noble de las compañías hasta el 7 de enero de 1912, en que murió en mis brazos».
            ¿La escritura podría llegar a ser esa luz íntima, esa lámpara o faro? Desconozco si mi decisión de tomar a la palabra como vocación responde a esta interrogante, pero sí descubro, en lo que acabo de decirles, un motivo. El poema de Nervo me transformó. Lo que sucedió en ese momento fue que la luz tuvo un sentido para mí y, mi corazón y mi cuerpo, se colmaron de sentimientos, de emociones, de voces, de ritmos. Y es así como ocurre: la poesía se apropia de quien la lee; las experiencias, los contextos, la cultura, completarán la revelación.
            De nada sirven las páginas cerradas del libro; de nada, los versos condenados a la oscuridad. Los poemas, en aquellos 13 o 14 años, me invitaron a observar en mi interior, a detenerme ahí, justo en el medio. Había tantas cosas por entender, por volcar; había tantos miedos, tantos ruidos, tanto desorden. Es este mirar hacia adentro lo que nos hace volver a la poesía una y otra vez independientemente del autor leído; independientemente de su lenguaje, tono, registro, pausas, altura. Es el poder de la poesía y la forma más compleja (exploración instable, azarosa e infinita) de comenzar a ser otros. 

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