Mi
infancia estuvo rodeada de agua. Al fondo de la casa paterna corría un río, que
era un deleite escucharlo, aunque se tratara de un río revoltoso y sucio. Mi
familia era de paseos los fines de semana. Subirse a la camioneta Datsun del abuelo
con dirección al río o a la playa era verdaderamente una celebración. Y este,
justamente, es el nombre de una de las playas ubicada en el poblado de Armería,
Colima, una pequeña población que tuvo origen en el siglo XVII, sin embargo, su
desarrollo, afirman los historiadores, sucedió a partir de 1932 a raíz del
maremoto que afectó al poblado de Cuyutlán y el cual obligó a numerosas
familias a trasladarse a ese lugar.
Las playas que más visité fueron Boca de
Pascuales y El paraíso. Tardes frente al mar, frente a ese sol que poco a poco
se tornaba tibio hasta perderse completamente en la noche. Pero algo sucede
cuando entramos en años y la familia, el trabajo, las obligaciones nos alejan
de estos lugares, o cuando menos, de esa mirada limpia para admirar cada cosa,
cada detalle. Estamos divididos en aquello que, aunque se posterga, está ahí
como navaja insidiosa. Aquella época adquiere pues el color y el sabor de la
nostalgia. El poeta Víctor Manuel Cárdenas sabía de esa nostalgia enterrada en
el corazón o en las vísceras: «Recorrer
las calles me vuelve extraño, / intruso, extranjero. / Compro un ate azucarado
para detenerme un poco / en el otro que soy. / Veo mis ojos sonrientes de dos
años y estoy festivo / con traje azul / y un barquito bordado. / ¿Cuándo conocí
el mar?» Pero observen cómo
cambia el discurso: el paso del tiempo, el curso de la historia, la nuestra y
la del mundo, se vuelven enemigos: «Es
falsa esta ciudad: decir aquí nací / es un afán de recuperación / por boletas /
y archivos. / ¿Cuándo conocí el mar?
Si analizamos, esta última frase nos habla
de un mar casi olvidado. De un murmullo de agua casi extinto. O del estruendo. El
libro Todos nosotros de Raymond Carver, se afirma en esta temática. Un
libro estupendo, un libro de evocaciones, un libro que permite recobrar esos
pequeños paraísos. Cada verso, logró agitar mis entrañas para vivir aquellas
escenas donde mi abuelo enciende su camioneta y vamos todos los chiquillos
emocionados al encuentro de lo inédito. Lean, por favor, este poema de Carver:
“Donde el agua se junta con otras aguas”. Dice: «Podría sentarme / a mirar estos ríos durante horas». Haría lo mismo, sentarme no
sólo a ver esos ríos o esa playa llamada El paraíso, sino también a mirar
aquella infancia, su sonido, sus causes transparentes, ligeros. Miren, la
ventana desde la cual veo los techos de las casas, se ha volado, y allá, al pie
del cerro, se vislumbra la playa, escúchenla, sientan la sal en la boca; escuchen
el jugueteo del agua, la algarabía de los bañistas. «Me encanta todo el retorno / hasta su fuente», escribe Carver. La vida es un
nuevo preludio.
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