[Abro mi correo y la pregunta
ahí está: ¿Me puedes decir que entiendes por edición? Y concluye su misiva, en
la que explica la razón de la pregunta, con un GRACIAS, así en letras mayúsculas].
De manera fría y sin
sentimientos, acudo a la definición que encontramos en cualquier sitio y que se
refiere a todos los procesos que se siguen para la elaboración de una
publicación, sea digital o impresa. Hablamos de una cadena de producción que
termina cuando el material está finalmente frente a los ojos del lector. Pero
ahora paso al amor y a los sentimientos: Un libro es como un hijo (lo sé, una
frase muy trillada, pero va mi enfoque). Su destino, igual como sucede con los
hijos de carne y hueso, es muy vago, pero está ahí, existe. Yo no tengo hijos,
sólo dos gatas, pero pienso que así es, o cuando menos, así veo mi relación con
los libros. Mi relación se da en dos sentidos: Escribo y tengo la fortuna de
que mis libros se publiquen, no por mí, sino por editoriales que hasta el día
de hoy son estupendas; y como editora. Aquí, hay un lazo muy fuerte.
Cuando por fin tenemos una obra dictaminada a favor y
existe la posibilidad de publicarla, es como organizar una fiesta. Es decir,
ese hijo llega con una noticia tremenda que me hace caer de espaldas. Mira, el
corazón palpita aceleradamente. El trabajo editorial se convierte poco a poco
en un rostro nuevo (portada), en una sangre nueva (los índices), en un cuerpo
fuerte y robusto (el contenido); en unos pies y en unas manos que llevarán a
ese libro muy lejos (pantalla, porque como sabes, los libros que hago -con
otras cinco personas más- sólo existen en pantalla). Claro, este escenario que
ahora dibujo aquí a veces se ensombrece, más que por lo administrativo, porque
hay todo tipo de autores.
La edición la relaciono con los hijos porque finalmente
en cada libro está la fuerza del espíritu que lo soporta. Lo que nosotros
tenemos en las manos, el texto que trabajamos y convertimos en código para que
pueda ser visto y leído correctamente en la pantalla, tiene espíritu y ese
espíritu (ojalá que su orientación sea siempre hacia el bien), tocará el
corazón de las personas. No importa cómo sea la vida del lector, si perfecta o
escueta, el libro estará ahí para modificar algo, para restarle ambigüedad a la
vida y darle, acaso, certeza o la felicidad que a veces no aparece. Ves, por
eso te digo que es como un hijo (o hija). Ya está ahí, germina hasta colmar de
frondas el alma.
Tal vez pienses que
es una forma muy romántica de ver la edición, pero si es como un hijo/hija,
tenemos la responsabilidad de hacer todo bien. Es decir, imagina los cuentos de
Raymond Carver en ediciones pésimas, poco cuidadas o la poesía de Anne Carson
(con todos esos movimientos en la hoja, esas líneas sangradas, esos respiros),
en libros mal hechos. No sé, tal vez, todos los lectores que tienen ahora no
hubiesen pasado de las primeras páginas. Entonces, el libro, aunque no lo
hayamos escrito nosotros, es como un hijo. Su espíritu hace posible la relación
entre autor y lector (o viceversa). Y notros, como editores detrás de toda esta
maravilla.
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