En
este periodo de cuarentena retomé la lectura de muchos de los libros que había
dejado almacenados en la computadora, en el Ipad, en la Kindle, en la Tablet,
en fin, en los dispositivos que ahora uso para la lectura. Cada uno ocupa un
lugar en la casa y esto me permite llevar varios libros al mismo tiempo. Retomé
la lectura de un libro de historia, otro de ciencia, otro de poesía, una novela
y los libros relacionados con las materias que imparto.
Disfruto mucho la forma aleatoria de leer,
incluso, lo considero para mi capacidad de retención, un excelente ejercicio de
memoria, porque me obliga a volver sobre lo leído; evocar para escuchar aquellas
voces. Además, a estas lecturas, sumo la información diaria en periódicos
nacionales y extranjeros. Nada hay como despertar y al lado de una taza de
café, abrir las páginas digitales de un periódico. Sin embargo, de lo que
quiero hablar aquí, es de este regreso a la supuesta normalidad que deja atrás
el encierro.
¡Qué palabra tan fuerte! Encierro. Una
palabra que pesa mucho en la historia de las mujeres, principalmente. Pensar
que “encierro” se refiere solo a muros y puertas, es quedarnos muy cortos. El
encierro existe en los procesos ideológicos, emocionales, sentimentales, de
gustos, de elección, etc. En Vigilar y castigar, Michael Foucault, explica
el encierro como ejercicio del poder: «Ha habido, en el curso de la edad
clásica, todo un descubrimiento del cuerpo como objeto y blanco de poder.
Podrían encontrarse fácilmente signos de esta gran atención dedicada entonces
al cuerpo, al cuerpo que se manipula, al que se da forma, que se educa, que
obedece, que responde, que se vuelve hábil o cuyas fuerzas se multiplican».
Y en torno al encierro gira La novela El
placer de matar a una madre, de Marta López Luaces. En el periodo final del
franquismo, una mujer es confinada en un siniestro hospital psiquiátrico
después de haber sido acusada de asesinar a su madre. A través de su mirada y
de la de las mujeres con las que comparte su encierro; muchas de ellas
ingresadas por sus propias familias sin más motivo que el de no encajar con el
modelo femenino de la época; López Luaces nos conduce a través de una historia
que, aun difícil de creer por la crueldad que implica, está basada en sucesos
reales. Son estas las rutas que persigue el libro.
El siguiente episodio se adapta
tremendamente a nuestro encierro derivado del Covid-19: «La adversidad, aprendí
allí dentro, puede romperte o hacerte más fuerte depende de la actitud de cada
cual. Puede hacerte despreciar a los que se encuentran en tu misma condición; o
puede hacerte crear vínculos indelebles que te ayudarán a salvarte y a mejorar
como ser humano. Entendí entonces por qué Josefa decidió ayudarme. También
comprendí por qué congeniábamos tanto los cinco aun cuando éramos tan
diferentes. No, fuera no hubiéramos sido amigos. Quizás nunca nos hubiéramos
encontrado en los mismos círculos y de haber coincidido es probable que no nos
hubiéramos dirigido la palabra. Sin embargo, allí, en aquel encierro, creamos
una relación más estrecha que cualquier amistad que hubiéramos tenido antes. La
dureza de las circunstancias que nos había tocado vivir, nos unió más allá de
nuestras diferencias».
Nos quedamos recluidos
solos o con la familia. ¿Era necesario crear vínculos inestables? No. Fue
necesario encontrarnos con nosotros mismos y con los nuestros, creando vínculos
precisos que nos ayudaran a salvarnos. Por fin, nos damos cuenta de que necesitamos
del otro; entre más estrecha sea nuestra relación con los amigos, los
compañeros de trabajo, mascotas, calles, plazas, la ciudad, la naturaleza…
somos más fuertes. Regresamos a la normalidad, pero que alguien me explique,
por favor, cómo será esa normalidad, cubierta la cara, sin gestos, sin besos, sin
sonrisas.
En el artículo “Manual de instrucciones para
la vida con mascarilla”, de Karelia Vázquez, publicado en El país (24 de
mayo del 2020), comenta lo siguiente y no agrego más porque todo esto me parece
horroroso: 1). En la antigüedad —léase antes del 14 de marzo— una sonrisilla,
aún sarcástica y condescendiente, podía arreglarlo casi todo, pero con
mascarilla no hay sonrisa vista. Sonreír ya no es un lubricante social. Si lo
ha hecho mal, solo dispone de la mitad superior de la cara para arreglarlo. 2).
«Ahora somos como perros sin rabo», avisaba el South China Morning Post a sus
lectores. El diario de Hong Kong recomienda «no fiarse solo de las pistas
visuales: si alguien frunce el entrecejo, puede que esté enfadado. O no. Quizás
haya olvidado las gafas y no vea nada». Su consejo es aclarar, preguntar varias
veces, repetir… todo para evitar malentendidos. 3). «Al principio, cuando
veíamos a alguien con mascarilla tendíamos a invisibilizarlo, como si fuera
mobiliario urbano», señala la psicoterapeuta Isabel Larraburu. Habla, claro, de
la prehistoria de la pandemia, ahora todos somos mobiliario urbano. Cree que
para evitar confusiones entre enmascarados hay que «usar los ojos y las cejas
para expresarse, y fijarse en la mirada de los demás para comprenderlos». 4). Hablar
a distancia es molesto y estresante porque en nuestra cultura la intimidad y el
afecto se expresan con la proximidad física. A la larga echaremos más de menos
un abrazo que una sonrisa.
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